viernes, 30 de abril de 2010

Nuestras diferencias



Introducción

Este documento es importante en la medida que se ensaya la teoría de la revolución permanente:

No hay por qué esperar a que la burguesía desarrolle las fuerzas productivas, esa es tarea de la libre determinación de los pueblos.

Dedicado a esos que dicen que cuando el proletariado está insurrecto no es momento de expropiar las tierras, las aguas y las fábricas para ponerlas bajo el control democrático del pueblo.

Es justo cuando el pueblo vence en un territorio, la acción inmediata es expropiar, crear autonomía y democracia obrera, indígena, estudiantil ahora que en la UNAM ya se cobran 5 000 pesos por los cursos de educación continua en el edificio Justo Sierra.

Veamos el ejemplo claro de Bolivia, que después que levanta barricadas en agosto de 2008 para contrarrestar la ofensiva armada de los grupos riquillos de terratenientes y monopolistas vence en las calles.

¿Qué les dice el primer presidente indígena de América latina?

Váyanse a su casa y esperen el llamado a la próxima asamblea Constituyente.

El pueblo boliviano derrocó a Gonzalo Sánchez de Lozada en el 2003 a base de dinamita, los mineros tras haber sido reprimidos por los soldados usan la dinamita que arrojan desde las casas, las escenas: ¡¡soldados volando en mil pedazos!!.

Ya van 7 años desde aquel entonces, la gente indígena que luchó con los mineros luchó por tierras, en lugar de ello: esperen a las elecciones, gana Evo Morales, ¿y la Cheyenne apá?, perdón ¿y las tierras Evo?:

La respuesta: esperen hasta la próxima constituyente.

Este cuento lo han venido implementando los estalinistas desde 1931 en Francia, los resultados: un rotundo fracaso tras una insurrección victoriosa.

Por ello adquiere vital importancia la praxis bolchevique, la praxis magonista, la praxis zapatista: junto a la insurrección, la expropiación y el poder del pueblo contra el opresor, oprimirlo hasta desaparecer las clases sociales para ahora sí, vivir en paz, la paz del poderoso es la paz de los cementerios, la paz del oprimido es la paz igualitaria.

En México la burguesía ya tuvo más de 80 años para desarrollar las fuerzas productivas, hoy por hoy somos una colonia de Estados Unidos, no producimos tecnología y nuestra industria está casi muerta, al igual que las iniciativas capitalistas que pretenden implementar con el famoso Plan Puebla – Panamá es ecocida, atrasado, violenta la autonomía de los pueblos y su derecho a la autodeterminación. Ahora mismo se está imponiendo a sangre y fuego, pero los oprimidos sabremos responder de la única manera que sabemos hacerlo: no con medias tintas, sino a la manera revolucionaria, a la manera insurreccional.

El SME debe rescatar sus tradiciones clasistas, cerrar filas al margen de los conciliadores con el Estado y rescatar sus verdaderas tradiciones que le dieron vida: la expropiación de la industria eléctrica, es cierto que el régimen cardenista era todo menos socialista, la expropiación fue por la presión de las manifestaciones armadas del sindicato petrolero en el Zócalo de la Ciudad de México, de hecho con Cárdenas nace el corporativismo: la génesis política de la privatización, pues Cárdenas creando la CNC (desde entonces de filiación priísta) y junto al Partido Comunista Mexicano (PCM), se encargan de sacar a los militantes huelguistas del PCM de la CTM (confederación donde estos tenían posiciones de dirigentes naturales) por ordenes de Cárdenas, Lombardo Toledano y José Stalin para imponer al charro de charros: Fidel Velázquez.

¡ ¡ NI UN GRAMO DE CONFIANZA EN EL ESTALINISMO, EL CHARRISMO Y EL CORPORATIVISMO PRIÍSTA ! !

Javier Montes, GMR.

30 de abril de 2010







Nuestras diferencias [1]

Por León Trotsky

Junio de 1909


“Tienes toda la razón al decir que es imposible superar la apatía contemporánea por medio de teorías”, escribía Lassalle a Marx en 1854, es decir, en la época de una furiosa reacción mundial. “Voy a generalizar incluso este pensamiento, diciendo que hasta ahora nunca se ha podido vencer la apatía por medios puramente teóricos; es decir, que los esfuerzos de la teoría por vencer esta apatía han engendrado discípulos y movimientos prácticos que no han conseguido nada, que nunca han logrado suscitar un movimiento mundial real, ni un movimiento general de las consciencias. Las masas no entran en el movimiento, tanto en la práctica como en el aspecto subjetivo, sino por la fuerza de los acontecimientos.”

El oportunismo no comprende esto. Se tomaría por una paradoja la afirmación de que el rasgo psicológico del oportunismo es su “incapacidad para esperar” y, sin embargo, es así. En los períodos en que las fuerzas sociales aliadas y adversarias, tanto por su antagonismo como por sus reacciones mutuas, llevan una vida política sin movimiento; cuando el trabajo molecular del desarrollo económico, reforzando más aún las contradicciones, en vez de romper el equilibrio político, parece más bien endurecerlo provisionalmente y asegurarle una especie de perennidad, el oportunismo, devorado por la impaciencia, busca en torno suyo “nuevas” vías, “nuevos” medios de realización. Se agota en lamentaciones sobre la insuficiencia y la incertidumbre de sus propias fuerzas y busca “aliados”. Marcha hacia los liberales, los llama, e inventa fórmulas especiales de acción para uso del liberalismo.

Pero al no encontrar más que descomposición política, el oportunismo sigue buscando entre los demócratas. Tiene necesidad de aliados. Busca en la derecha y en la izquierda, y trata de retenerlos. Se dirige a “sus fieles” y los exhorta a mostrar la mayor prevención ante cualquier posible aliado. “Mucho tacto, hace falta mucho tacto”. Sufre de una enfermedad que es la manía de la prudencia y, en su furor, hiere a su propio partido.

El oportunismo quiere tener en cuenta una situación, o unas condiciones sociales que aún no están maduras. Quiere un “éxito” inmediato. Cuando los aliados de la oposición no pueden servirle, corre al gobierno, suplica y amenaza... Por último, encuentra un lugar en el gobierno (ministerialismo), pero solamente para demostrar que, si bien la teoría no puede adelantar el proceso histórico, el método administrativo tampoco consigue mejores resultados.

El oportunismo no sabe esperar, y por eso los grandes acontecimientos le parecen siempre inesperados, lo dejan atónito y lo arrastran en su torbellino y, al perder pie, lo mismo tiende a una orilla que a otra. Intenta resistir, pero en vano, y entonces se somete adoptando aires de satisfacción y moviendo los brazos para que parezca que sabe nadar, y gritando más fuerte que nadie... Una vez pasado el huracán, sube a la orilla, se sacude disgustado, se queja de dolor de cabeza y de reumatismo y, atormentado aún por el malestar de la borrachera, no ahorra las palabras crueles a propósito de esos “chiflados” de la revolución.

La socialdemocracia nació de la revolución y camina hacia ella. Toda su táctica durante los períodos llamados de evolución pacífica se limita a acumular fuerzas cuyo valor e importancia sólo aparecerán en el momento de la batalla revolucionaria. Lo que se llama “épocas normales” o “tiempos de paz” son los períodos durante los cuales las clases dirigentes imponen al proletariado su concepción del derecho y sus procedimientos de resistencia política (tribunales, reuniones políticas vigiladas por la policía, parlamentarismo...). Las épocas revolucionarias son aquellas en que el proletariado descubre procedimientos que convienen mejor a su naturaleza revolucionaria (reuniones libres, prensa libre, huelga general, insurrección ... ). “Pero, en la locura revolucionaria (!), cuando el fin de la revolución parece próximo, la táctica de los mencheviques, tan razonable, no consigue imponerse...” La táctica de la socialdemocracia estaría, pues, estorbada por la “locura revolucionaria “. Locura revolucionaria (¡qué terminología!). La verdad es, simplemente, que los mencheviques, con su “razonable táctica”, pedían “una alianza temporal de acción” con el partido demócrata constitucional, y la locura revolucionaria les impidió tomar esta saludable medida...

Cuando se lee la correspondencia de nuestros maravillosos clásicos que, desde sus observatorios -el más joven en Berlín y los otros dos en el centro mismo del capitalismo mundial, en Londres- miraban con gran atención el horizonte político, anotando cualquier incidente o fenómeno que pudiese anunciar la llegada de la revolución; cuando se leen estas cartas en las que se respira la atmósfera de espera impaciente pero sin desesperanza, y en las que se ve la subida de la lava revolucionaria, entonces se llega a odiar a esta cruel dialéctica de la historia que, para alcanzar unos fines momentáneos, relaciona con el marxismo a unos pensadores desprovistos de todo talento, tanto en sus teorías como en su psicología, y que oponen su “razón” a la locura revolucionaria.

“... El instinto de las masas en las revoluciones -escribía Lassalle a Marx en 1859- es generalmente más seguro que la razón de los intelectuales... Y es precisamente la falta de instrucción la que protege a las masas contra los peligros de una conducta demasiado razonable... La revolución, continúa Lassalle, no puede llevarse a cabo más que con ayuda de las masas y gracias a su apasionada abnegación. Pero estas multitudes, precisamente porque son “oscuras”, porque les falta instrucción, no saben nada de posibilismos y, lo mismo que un espíritu poco desarrollado no admite más que los extremos en todo, no conoce más que el sí o el no e ignora el juste milieu, las masas no se interesan más que por los extremos, por lo que es entero e inmediato. A fin de cuentas, eso crea una situación en la que aquellos que razonan demasiado la revolución, se encuentran con que no tienen amigos ni adeptos a sus principios. Así, lo que parecía una razón superior queda reducido a ser el colmo de la sinrazón.”

Lassalle tiene toda la razón al oponer el instinto revolucionario de las masas ignorantes a la táctica “razonable” de los calculadores de la revolución. Pero el instinto bruto no es por sí mismo el criterio último, desde luego. Hay un criterio superior, y es “el conocimiento de las leyes de la historia y del movimiento de los pueblos”. Solamente “una ‘sabiduría’ realista -concluye- puede superar a la “razón” realista y elevarse por encima de ella”. La sabiduría realista, que en Lassalle conserva aún cierto idealismo, se manifiesta claramente en Marx como una dialéctica materialista. La fuerza de esta doctrina está en que no opone su “táctica razonable” al movimiento real de Marx, sino que precisa, depura y generaliza este movimiento. Y, precisamente porque la revolución arranca los velos místicos que impedían ver los rasgos esenciales del agrupamiento social y empuja a las clases contra las clases en el Estado, el político marxista se siente en la revolución como en su elemento.

Y, ¿cuál es esta “razonable táctica menchevique” que no puede ser realizada o -peor aún- que ve la causa de su falta de éxito en la “locura revolucionaria” y espera conscientemente a que esta locura haya pasado, es decir, que haya sido aplastada por la fuerza la energía revolucionaria de las masas?

El primero en tener el triste coraje de considerar los acontecimientos de la revolución como una serie de errores ha sido Plejanov. Nos ha dado un ejemplo luminosamente claro; durante veinte años ha defendido infatigablemente la dialéctica marxista contra todos los doctrinarios, utopistas y racionalistas, pero luego, ante las realidades de la revolución política, se ha revelado como el mayor utopista y doctrinario imaginable.

En todos sus escritos de la época revolucionaria buscaríamos en vano lo que más nos importa, la dinámica de las fuerzas sociales, la lógica interna de la evolución revolucionaria de las masas. En lugar de esto, Plejanov nos ofrece múltiples variaciones sobre un silogismo sin valor, cuyos términos se disponen así: primero, “nuestra revolución tiene un carácter burgués” y al final, “hay que conducirse con los demócratas constitucionales con mucho tacto”. Aquí no encontramos ni análisis teórico ni política revolucionaria, no vemos más que las inoportunas anotaciones de un razonador al margen del gran libro de los acontecimientos. El mejor resultado de este tipo de crítica es una enseñanza pedagógica que viene a ser la siguiente: si los socialdemócratas rusos hubieran sido marxistas y no metafísicos, nuestra táctica en el año 1905 habría sido muy diferente. Es curioso que Plejanov no piense siquiera en preguntarse cómo, tras haber enseñado él mismo durante un cuarto de siglo el más puro marxismo, sólo ha contribuido a crear un partido de “metafísicos” revolucionarios, y, lo que es más grave, cómo estos “metafísicos” han conseguido llevar por el mal camino a las masas obreras, dejando de lado a los “verdaderos marxistas” en una posición de doctrinarios sin autoridad.

Una de dos, o bien Plejanov ignora por qué secretos medios la doctrina marxista se ha transformado en acción revolucionaria, o bien los “metafísicos” gozan de ventajas indiscutibles en la revolución, ventajas que faltan a los “verdaderos” marxistas. En todo caso, las cosas no irían mejor aunque todos los socialdemócratas rusos realizaran la táctica de Plejanov; quedarían borrados necesariamente por unos “metafísicos” de origen no marxista. Plejanov deja a un lado prudentemente este fatal dilema. Pero Cherevanin, el honesto Sancho Panza de la doctrina de Plejanov, coge tranquilamente al toro por los cuernos -o, dicho en lenguaje de Cervantes, coge al burro por las orejas y declara: “En un período de locura revolucionaria, la verdadera táctica marxista no tiene ninguna utilidad.”

Cherevanin se ha visto obligado a llegar a esta conclusión, porque al asignarse la tarea que su maestro evitaba cuidadosamente, ha querido darnos una visión de conjunto de la revolución y del papel que el proletariado ha tenido en ella. Mientras que Plejanov se limitaba, prudentemente, a criticar en detalle ciertas posturas y ciertas declaraciones, ignorando deliberadamente el desarrollo interno de los acontecimientos, Cherevanin se ha preguntado: ¿Cuál habría sido el aspecto de la historia si se hubiese desarrollado conforme a la “verdadera táctica menchevique”? Y ha respondido a esta pregunta con su folleto El proletariado en la revolución (Moscú, 1907), que es un documento que muestra la extraña valentía de que se es capaz cuando se tiene una inteligencia limitada.

Pero cuando hubo corregido todos los errores de la revolución y fijado en el orden menchevique todos los acontecimientos, con intención de llevar, teóricamente por supuesto, a la revolución por el camino de la victoria, se dijo: Pero, ¿por qué la historia se ha salido del buen camino? A esta cuestión ha contestado por medio de otro librito, La situación actual y el posible porvenir; y, de nuevo, esta obra manifiesta que la infatigabilidad de su escasa inteligencia le puede llevar a descubrir ciertas verdades: “La derrota sufrida por la revolución ha sido tan grave, declara Cherevanin, que sería ‘absolutamente imposible’ buscar las causas en determinados errores del proletariado. No se trata de errores, por supuesto, sino de razones más profundas”(p. 174). La vuelta de la gran burguesía a su antigua alianza con el zarismo y con la nobleza, ha tenido una influencia fatal en el destino de la revolución. El proletariado ha contribuido “en una importante medida” y con una fuerza decisiva a unificar estos valores distintos, y a formar un todo contrarrevolucionario. Y, si se mira hacia atrás, se puede afirmar ahora que “este papel del proletariado era inevitable” (p. 175; el entrecomillado es nuestro, LT.). En su primer libro, Cherevanin, siguiendo a Plejanov, atribuía todos los reveses de la revolución al blanquismo de la socialdemocracia. Ahora, su inteligencia limitada, pero sincera, se rebela contra esta opinión y declara : “Imaginemos que el proletariado se haya encontrado todo el tiempo bajo la dirección de los verdaderos mencheviques y que todo se haya llevado a la manera de los mencheviques [2] ; la táctica del proletariado habría mejorado con ello, pero sus tendencias generales no habrían podido modificarse y lo hubieran conducido al fracaso inexorablemente “ (p. 176). En otros términos, el proletariado, como clase, no habría sido capaz de “limitarse” según la doctrina menchevique.

Desarrollando su lucha de clases empujaba necesariamente a la burguesía hacia la reacción. Los defectos en la táctica no hacían sino “agravar el triste papel (!) del proletariado en la revolución, pero no determinaban la marcha de las cosas”. Así, “el triste papel del proletariado” procedía esencialmente de sus intereses de clase. Es una conclusión francamente deshonrosa, marca una completa capitulación ante todas las acusaciones lanzadas por el cretinismo liberal contra el partido que representa al proletariado. Y, sin embargo, en esta vergonzosa conclusión hay una partícula de verdad histórica: la colaboración del proletariado con la burguesía ha sido imposible, no a causa de las imperfecciones del pensamiento socialdemócrata, sino como consecuencia de la división profunda que existía en la “nación” burguesa. El proletariado de Rusia, en virtud de su carácter social claramente definido y del grado de conciencia a que había llegado, no podía manifestar su energía revolucionaria más que en nombre de sus intereses particulares. Pero la importancia radical de los intereses que ponía por delante, e incluso su programa inmediato, exigía necesariamente que la burguesía oscilase hacia la derecha.

Cherevanin comprendió esto. Pero -dijo- ahí está la causa del fracaso. Bien. Pero, ¿adónde llegamos con esto? ¿Qué le quedaba por hacer a la socialdemocracia? ¿Tenía que tratar de engañar a la burguesía por medio de las fórmulas estilo Plejanov? ¿0 bien debía cruzarse de brazos y abandonar al proletariado en el inevitable desastre? ¿0 quizá por el contrario, reconociendo que es inútil contar con una colaboración duradera de la burguesía, debía obrar de manera que se revelase toda la fuerza de clase del proletariado, de forma que se despertase el interés social entre las masas campesinas? Tal vez la solución hubiera sido recurrir al ejército proletario y campesino y buscar la victoria por esa vía. Pero esto no se podía prever. En segundo lugar, cualesquiera que fuesen las posibilidades de victoria, la vía que indicamos era la única que podía utilizar el partido de la revolución, si es que no optaba por un suicidio inmediato ante el peligro de una derrota.

Por tanto, la lógica interna de la revolución, que Cherevanin sólo entrevé ahora, cuando “mira hacia atrás”, estaba clara, antes incluso de los acontecimientos decisivos de la revolución, para aquéllos a los que acusan de “locura”.

Escribíamos en julio de 1905: “Esperar hoy alguna iniciativa, alguna acción resuelta de la burguesía, es menos razonable aún que en 1848. Por una parte, los obstáculos a superar son mucho mayores; por otra parte, la segregación social y política en el seno de la nación ha ido mucho más lejos. El complot de silencio de la burguesía nacional y mundial suscita terribles dificultades en el movimiento de emancipación; se trata de limitar este movimiento a un arreglo entre las clases poseedoras y los representantes del antiguo régimen, con el único fin de aplastar a las masas populares. En estas condiciones, la táctica democrática no puede conducir más que a una lucha abierta contra la burguesía liberal. Es necesario que nos demos cuenta de esto. El verdadero camino no está en ‘una unión’ ficticia de la nación contra su enemigo (el zarismo), está en un desarrollo profundo de la lucha de clases en el propio seno de la nación... Indiscutiblemente, la lucha de clases llevada a cabo por el proletariado podrá empujar a la burguesía hacia delante; sólo la lucha de clases es capaz de obrar así. Por otra parte, es incontestable que el proletariado, cuando haya modificado, por medio de la presión, la inercia de la burguesía, chocará con ésta en un momento determinado, en el curso de la lucha, como con un obstáculo inmediato. La clase que sea capaz de superar este obstáculo será la que asuma la hegemonía, si es que es posible para el país conocer un renacimiento democrático. En estas condiciones es como vemos la posibilidad de preponderancia del Cuarto Estado. Desde luego, el proletariado lleva a cabo su misión buscando un apoyo, como en otro tiempo hizo la burguesía, en la clase campesina y en la pequeña burguesía. El proletariado dirige el campo, lleva a los pueblos a la lucha y los interesa en el éxito de sus planes, pero es él, necesariamente, el único jefe. No es la ‘dictadura de los campesinos y del proletariado’, es la dictadura del proletariado apoyado en los campesinos. La obra que lleva a cabo no se limita, por supuesto, a las fronteras del país. Por la lógica misma de su situación tendrá que entrar inmediatamente en la lucha internacional.” [3]


La opinión de los mencheviques sobre la revolución rusa no ha estado nunca muy clara. Lo mismo que los bolcheviques, hablaban de “llevar la revolución hasta el final”, pero unos y otros entendían esta fórmula de manera muy limitada. Se trataba de realizar un “programa mínimo” tras el cual se abriría la época de explotación capitalista “normal”, en las condiciones generales del régimen democrático. Sin embargo, “para llevar la revolución hasta el final” había que derribar el zarismo y hacer pasar el poder a manos de una fuerza social revolucionaria. ¿Cuál? Para los mencheviques era la democracia burguesa; para los bolcheviques, el proletariado y los campesinos.

Pero, ¿qué es la “democracia burguesa” de los mencheviques? Este término no designa a un grupo social determinado, cuya existencia sea real; es una categoría fuera de la historia, inventada por medio de deducciones y analogías. Ya que la revolución debe ser llevada “hasta el fin”, ya que es una revolución burguesa, ya que los jacobinos, revolucionarios demócratas en Francia, llevaron la revolución hasta el fin, la revolución rusa no puede transmitir el poder más que a la democracia revolucionaria burguesa.

Tras haber establecido, de manera inmutable, la fórmula algebraica de la revolución, tratan de añadirle valores aritméticos que no existen en la naturaleza. A cada momento se ven copados porque la socialdemocracia crece y adquiere fuerza a expensas de la democracia burguesa.

No hay, sin embargo, nada de extraño en esto; las cosas no pasan así por casualidad sino como consecuencia de la estructura social. Incluso el fenómeno más natural se opone claramente a las artificiales concepciones de los mencheviques. Lo que impide el triunfo de la revolución burguesa democrática es, principalmente, que el partido del proletariado crece en fuerza y en importancia. De ahí que la filosofía menchevique quiera que la socialdemocracia desempeñe el papel penoso, porque resulta demasiado difícil para la raquítica democracia burguesa; es decir, que la socialdemocracia, en vez de actuar como el partido independiente del proletariado, pase a ser una agencia revolucionaria destinada a asegurar el poder a la burguesía. Es evidente que si la socialdemocracia optase por este camino se condenaría a una impotencia semejante a la del ala izquierda de nuestro liberalismo. La nulidad de este último y la creciente fuerza de la socialdemocracia revolucionaria son dos fenómenos relacionados, que se completan entre sí. Los mencheviques no comprenden que, en la sociedad, lo que debilita a la democracia burguesa es, al mismo tiempo, una fuente de fuerza e influencia para la socialdemocracia. En la impotencia de la primera creen ver la impotencia de la revolución misma. Creo que no hace falta decir hasta qué punto es insignificante este pensamiento cuando se consideran las cosas desde el punto de vista de la socialdemocracia internacional, en tanto que partido que lucha por la transformación socialista mundial. Es suficiente comprobar cuáles son las condiciones reales de nuestra revolución. Con lamentaciones no se resucita al Tercer Estado. Se impone, pues, la única conclusión posible: sólo la lucha de clases del proletariado, que somete a su dirección revolucionaria a las masas campesinas, puede “llevar a la revolución hasta el final”.

¡Eso es perfectamente cierto!, dicen los bolcheviques. Para que nuestra revolución salga victoriosa ha de ser llevada a cabo conjuntamente por el proletariado y los campesinos. Ahora bien, “la coalición del proletariado y de los campesinos, coalición que obtendrá la victoria sobre la revolución burguesa, no es otra cosa que la dictadura revolucionario- democrática del proletariado y los campesinos". Así habla Lenin en el número 2 de Przeglad. La obra de esta dictadura consistirá en democratizar las relaciones económicas y políticas dentro de los límites de la propiedad ejercida por particulares sobre los medios de producción. Lenin establece una distinción de principio entre la dictadura socialista del proletariado y la dictadura democrática (es decir, burguesademocrática) del proletariado y los campesinos. Esta separación lógica, puramente formal, aparta, en su opinión, las dificultades con que habría tenido que contarse si se hubiese tenido en cuenta, por una parte, la poca importancia de las fuerzas productivas y, por otra, la dominación de la clase obrera. Si pensáramos, dice, que podríamos llevar a cabo un cambio de régimen en el sentido socialista, iríamos hacia un fracaso político. Pero desde el momento en que el proletariado, al tomar el poder junto con los campesinos, comprende claramente que su dictadura no tiene más que un carácter “democrático”, todo está salvado. Lenin repite infatigablemente esta idea desde 1905. Pero, a pesar de todo, no es acertada.

Ya que las condiciones sociales en Rusia no permiten aún una revolución socialista, el poder político será para el proletariado la mayor de las cargas y la mayor de las desgracias. Así hablan los mencheviques. Eso sería cierto, replica Lenin, si el proletariado no comprendiese que se trata solamente de una revolución “democrática”. En otros términos, tomando en cuenta la contradicción que existe entre los intereses de clase del proletariado y las condiciones objetivas, Lenin no ve otra salida que una limitación voluntaria del papel político asumido por el proletariado; y esta limitación se justifica por medio de la teoría de que la revolución, en la cual la clase obrera tiene un papel dirigente, es una revolución burguesa. Lenin impone esta dificultad objetiva a la conciencia del proletariado y resuelve la cuestión con un ascetismo de clase que tiene su origen no en una fe mística sino en un esquema “científico”. Es suficiente estudiar esta concepción teórica para comprender de qué idealismo procede y hasta qué punto es poco sólida.

Ya he mostrado anteriormente que, desde el momento en que se establezca la “dictadura democrática”, todos estos sueños de ascetismo casi marxista quedarán reducidos a nada. Cualquiera que sea la teoría admitida en el momento en que el proletariado tome el poder, no podrá evitar, ni siquiera el primer día, el problema del paro. No le servirá entonces de nada comprender la diferencia que se ha establecido entre la dictadura socialista y la dictadura democrática. El proletariado en el Poder tendrá que asegurar inmediatamente el trabajo a los parados, por cuenta del Estado, por los medios que sea (organización de obras públicas, etc.). Estas medidas llevarán consigo una gran lucha económica y una larga serie de huelgas: ya hemos visto todo esto, en escala reducida, a fines de 1905.

Los capitalistas responderán entonces como respondieron cuando se exigía la jornada de ocho horas, con el lock-out. Pondrán gruesas cadenas en sus puertas y se dirán: “Nuestra propiedad no está amenazada puesto que se ha decidido que el proletariado se ocupe ahora de una revolución democrática y no socialista.” Y ¿qué hará el gobierno obrero cuando vea que se cierran las fábricas? Tendrá que volverlas a abrir y reemprender la producción por cuenta del Estado. Pero, entonces, éste es el camino del socialismo. ¡Por supuesto! ¿Qué otra vía podría proponerse?

Quizá se nos replique: Lo que nos hacéis ver es una dictadura ilimitada de los obreros, y hablamos de una dictadura de coalición del proletariado y de los campesinos. Bien, vamos a estudiar esta objeción. Acabamos de ver que el proletariado, a pesar de las buenas intenciones de los teóricos, borra en la práctica el límite lógico que iba a restringir su dictadura democrática. Se nos propone ahora completar esta restricción política con una “garantía” antisocialista, imponiendo al proletariado un colaborador: el mujik. Si se quiere decir con eso que el partido campesino que se encuentre en el poder al lado de la socialdemocracia, no permitirá dar trabajo a los parados y a los huelguistas a cuenta del Estado, ni volver a abrir, para la producción nacional, las fábricas cerradas por los capitalistas, eso significa que, desde el primer día, es decir, mucho antes de que la tarea de la “coalición” se haya visto cumplida, tendremos un conflicto entre el proletariado y el gobierno revolucionario. Este conflicto puede terminarse por una represión antiobrera por parte del partido campesino, o por la eliminación de este partido del gobierno. Una y otra se parecen muy poco a una dictadura “de coalición democrática”. Todo el problema radica en que los bolcheviques no conciben la lucha de clases del proletariado más que hasta el momento de la victoria de la revolución, tras lo cual la lucha queda suspendida provisionalmente y se ve aparecer una colaboración “democrática”. Sólo después del establecimiento definitivo del régimen republicano el proletariado emprende de nuevo su lucha de clase, que le llevará esta vez al socialismo. Por una parte, los mencheviques, partiendo de una concepción abstracta (“Nuestra revolución es burguesa”), llegan a la idea de adaptar toda la táctica del proletariado a la conducta de la burguesía liberal hasta la toma del poder por ésta; por otra, los bolcheviques, partiendo de una concepción no menos abstracta (“Dictadura democrática pero no socialista”), concluyen que el proletariado en el poder debe autolimitarse y quedarse en un régimen de democracia burguesa. Es cierto que entre mencheviques y bolcheviques hay una diferencia esencial: mientras los aspectos antirrevolucionarios de la doctrina menchevique se manifiestan ya con toda claridad, lo que pueda haber de antirrevolucionario en las ideas bolcheviques no nos amenazaría más que en el caso de una victoria revolucionaria [4].

La victoria de la revolución no podrá dar el poder más que al partido que se apoye en el pueblo armado de las ciudades, es decir, en una milicia proletaria. Cuando se encuentre en el poder, la socialdemocracia tendrá que contar con una gran dificultad que sería imposible superar si sólo se cuenta con esta ingenua fórmula: “Una dictadura exclusivamente democrática.” Una “limitación voluntaria” del gobierno obrero no tendría otro efecto que el de traicionar los intereses de los sin trabajo, los huelguistas y todo el proletariado en general, para realizar la república. El poder revolucionario tendrá que resolver problemas socialistas absolutamente objetivos y, en esta tarea, chocará en un determinado momento con una gran dificultad: el atraso de las condiciones económicas del país. En los límites de una revolución nacional, esta situación no tendría salida. La tarea del gobierno obrero será, por lo tanto, desde el principio, unir sus fuerzas con las del proletariado socialista de Europa occidental. Sólo de esta manera su dominación revolucionaria temporal se transformará en el prólogo de la dictadura socialista. La revolución permanente será imprescindible para el proletariado de Rusia, en interés y para la salvaguardia de esta clase. Si al partido obrero le faltase iniciativa para llevar a cabo una ofensiva revolucionaria, si creyese que debía limitarse a una dictadura simplemente nacional y democrática, las fuerzas unidas de la reacción europea no tardarían en hacerle comprender que la clase obrera, si detenta el poder, debe poner todo el peso en la balanza, en el platillo de la revolución socialista.

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