domingo, 25 de octubre de 2009

1905, conclusiones




Por León Trotsky

La historia del Sóviet de Diputados Obreros de San Petersburgo es la historia de cincuenta días.




El 13 de octubre la asamblea constituyente del sóviet se reunió por primera vez. El 3 de diciembre la sesión del sóviet fue interrumpida por los soldados del gobierno.



En la primera sesión no había más que varias docenas de hombres y a mediados de noviembre el número de diputados llegaba a 562, entre ellos 6 mujeres. Representaban a 147 fábricas, 34 talleres y 16 sindicatos. La mayor parte de los diputados —351— pertenecían a la industria del metal.



Desempeñaron un papel decisivo en el sóviet, la industria textil envió 57 diputados, la del papel e imprenta 32, los empleados de comercio tenían 12 y los contables y farmacéuticos 7. Se eligió un comité ejecutivo el 17 de octubre, compuesto por 31 miembros: 22 diputados y 9 representantes de los partidos (6 para las dos fracciones de la socialdemocracia y 3 para los socialistas revolucionarios).



¿Cuál fue el carácter de esta institución que, en un corto período de tiempo, conquistó un lugar tan importante en la revolución a la que dieron rasgos distintivos?



El sóviet organizaba a las masas obreras, dirigía huelgas y manifestaciones, armaba a los obreros y protegía a la población contra los pogromos.



Sin embargo, hubo otras organizaciones revolucionarias que hicieron lo mismo antes, al mismo tiempo y después de él, y nunca tuvieron la misma importancia. El secreto de esta importancia radica en que esta asamblea surgió orgánicamente del proletariado durante una lucha directa, determinada en cierto modo por los acontecimientos, que libró al mundo obrero “por la conquista del poder”. Si los proletarios, por su parte, y la prensa reaccionaria por la suya dieron al sóviet el título de “gobierno proletario” fue porque, de hecho, esta organización no era otra cosa que el embrión de un gobierno revolucionario. El sóviet detentaba el poder en la medida en que la potencia revolucionaria de los barrios obreros se lo garantizaba; luchaba directamente por la conquista del poder, en la medida en que éste permanecía aún en manos de una monarquía militar y policiaca.



Antes de la aparición del sóviet encontramos entre los obreros de la industria numerosas organizaciones revolucionarias, dirigidas sobre todo por la socialdemocracia pero eran formaciones “dentro del proletariado” y su fin inmediato era luchar “por adquirir influencia sobre las masas”. El sóviet, por el contrario, se transformó inmediatamente en “la organización misma del proletariado”; su fin era luchar por “la conquista del poder revolucionario“.



Al ser el punto de concentración de todas las fuerzas revolucionarias del país, el sóviet no se disolvía en la democracia revolucionaria; era y continuaba siendo la expresión organizada de la voluntad de clase del proletariado.



En su lucha por el poder, aplicaba métodos que procedían, naturalmente, del carácter del proletariado considerado como clase: estos métodos se refieren al papel del proletariado en la producción, a la importancia de sus efectivos y a su homogeneidad social. Más aún, al combatir por el poder, a la cabeza de todas las fuerzas revolucionarias, el sóviet no dejaba ni un instante de guiar la acción espontánea de la clase obrera; no solamente contribuía a la organización de los sindicatos, sino que intervenía incluso en los conflictos particulares entre obreros y patronos.



Y, precisamente porque el sóviet, en tanto que representación democrática del proletariado en la época revolucionaria, se mantenía en la encrucijada de todos sus intereses de clase, sufrió desde el principio la influencia todopoderosa de la socialdemocracia. Este partido tuvo entonces la posibilidad de utilizar las inmensas ventajas que le daba su iniciación al marxismo; este partido, por ser capaz de orientar su pensamiento político en el “caos” existente, no tuvo que esforzarse en absoluto para transformar al sóviet, que no pertenecía formalmente a ningún partido, en aparato organizador de su influencia.



El principal método de lucha aplicado por el sóviet fue la huelga general política. La eficacia revolucionaria de este tipo de huelga reside en que, aparte de su influencia sobre el capital, desorganiza el poder del gobierno.



Cuanto mayor es la “anarquía” que lleva consigo, más cercana está la victoria. Tiene que darse, sin embargo, una condición indispensable: que la anarquía que se produzca no sea conseguida por métodos anárquicos. La clase que, al suspender momentáneamente todo trabajo, paraliza el aparato de la producción y, al mismo tiempo, el aparato centralizado del poder, aislando una a una las diversas regiones del país y creando un ambiente de incertidumbre general, tiene que estar suficientemente organizada para no ser la primera víctima de la anarquía que ella misma ha suscitado. En la medida en que la huelga destruye la actividad del gobierno, la organización misma de la huelga se ve empujada a asumir las funciones del gobierno. Las condiciones de la huelga general, en tanto que método proletario de lucha, eran las mismas condiciones que dieron al Sóviet de Diputados Obreros su importancia ilimitada.

Gracias a la presión de la huelga, el sóviet puso en práctica la libertad de prensa, organizó un servicio regular de patrullas en las calles para la protección de los ciudadanos, se apoderó en mayor o menor medida de correos y telégrafos y de los ferrocarriles e intervino con autoridad en los conflictos económicos entre obreros y capitalistas intentando, por la presión directa de la revolución, establecer la jornada de ocho horas... Paralizando la actividad de la autocracia por la insurrección huelguística, instauró un orden nuevo, un régimen democrático entre la población trabajadora de las ciudades.



Después del 9 de enero la revolución había mostrado que era la que educaba la conciencia de las masas obreras.



El 14 de junio, con la revuelta del Potemkin, la revolución demostraba que podía transformarse en una fuerza material; con la huelga de octubre probó que era capaz de desorganizar al enemigo, de paralizar su voluntad y reducirlo al último grado de humillación. Por último, organizando por todas partes sóviets obreros, la revolución dejaba bien claro que sabía constituir un poder.



El poder revolucionario no puede apoyarse más que sobre una fuerza revolucionaria activa. Cualquiera que sea la opinión que tengamos del desarrollo ulterior de la revolución rusa, es un hecho que, hasta ahora, ninguna clase social, con excepción del proletariado, se ha mostrado capaz de servir de apoyo al poder revolucionario, ni siquiera dispuesta a hacerlo. El primer acto de la revolución fue un contacto en la calle entre el proletariado y la monarquía; la primera victoria seria de la revolución se consiguió con un medio que sólo pertenece al proletariado: la huelga general política; como primer embrión del poder revolucionario vemos aparecer una representación del proletariado. En la persona del sóviet encontramos por primera vez en la historia de la nueva Rusia un poder democrático; el sóviet es el poder organizado de la masa misma y domina a todas sus facciones: es la verdadera democracia, no falsificada, sin las dos cámaras, sin burocracia profesional, conservando los electores el derecho de remplazar cuando quieran a sus diputados. El sóviet, por medio de sus miembros, por medio de los diputados que los obreros han elegido, preside directamente todas las manifestaciones sociales del proletariado en su conjunto o en grupos, organiza su acción y le da una consigna y una bandera.



Según el censo de 1897, San Petersburgo contaba con unos 820.000 habitantes de población “activa”; dentro de este número había 433.000 obreros y sirvientes; así, el proletariado de la capital era el 53% de la población.



Si se consideran los elementos no activos, a causa de que las familias proletarias son relativamente poco importantes en número, obtendremos una cifra más baja (50,8%). En todo caso, el proletariado constituye más de la mitad de la población de San Petersburgo.



El Sóviet de Diputados Obreros no representaba oficialmente a toda la población obrera de la capital, que llegaba casi a medio millón de almas; en tanto que organización, unificaba unas 200.000 personas, sobre todo obreros de fábricas y, aunque su influencia política, directa e indirecta, se extendiese mucho más, grupos importantes del proletariado (obreros de la construcción, criados, cocheros...) estaban total o parcialmente fuera de su influencia. No cabe duda, sin embargo, que el sóviet expresaba los intereses de toda esta masa proletaria. Si en las fábricas ciertos elementos representaban lo que se ha dado en llamar “centurias negras”, su número decrecía de día en día. Entre las masas proletarias, la dominación política del sóviet de San Petersburgo no podía encontrar sino aprobación, nunca adversarios.



No había más excepción que la de los criados privilegiados, los lacayos de los grandes burócratas, los cocheros de los ministros, los bolsistas y las cortesanas, que son conservadores y monárquicos de profesión.



Entre los intelectuales, tan numerosos en San Petersburgo, el sóviet tenía más amigos que enemigos; los estudiantes reconocían la dirección política del sóviet y la sostenían ardientemente en todos sus actos. Los funcionarios, a excepción de los que se habían vendido totalmente, se pusieron, momentáneamente al menos, al lado del sóviet. El enérgico apoyo de éste a la huelga de correos y telégrafos le atrajo la atención y la simpatía de los funcionarios subalternos. Todos los oprimidos y desheredados, la gente honrada y de espíritu consecuente —consciente o instintivamente— se pusieron al lado del sóviet.



¿Quiénes eran, pues, sus adversarios? Los representantes del pillaje capitalista, los alcistas de la Bolsa, los empresarios, los comerciantes y los exportadores, arruinados por la huelga, los proveedores de la chusma dorada, la cuadrilla municipal de San Petersburgo (verdadero sindicato de propietarios de inmuebles), la alta burocracia, las cortesanas inscritas en el presupuesto del Estado, los portadores de estrellas y condecoraciones, los hombres públicos oficialmente mantenidos, la policía, en fin, todas las avaricias, brutalidades y corrupciones que se sabían ya condenadas por la fortuna.



Entre el ejército del sóviet y sus enemigos había aún elementos políticamente indeterminados, dudosos o de los que se dudaba. Eran los grupos más atrasados de la pequeña burguesía, que todavía no habían sido atraídos por la política o que no habían comprendido bastante el papel y el sentido del sóviet, ni tomado posición respecto a él. Los artesanos estaban alarmados, asustados. La indignación del pequeño propietario ante unas huelgas ruinosas luchaba, en cada uno, con el deseo vago de un futuro mejor.



Entre la intelligentsia, los políticos profesionales a quienes los acontecimientos desorientaban, los periodistas radicales que no sabían lo que querían y los demócratas escépticos criticaban con indulgencia al sóviet, enumeraban una a una sus faltas y, en general, daban a entender que, si dirigiesen ellos esa institución, la felicidad del proletariado quedaría asegurada para siempre. La excusa de toda esta gente era su impotencia.



En todo caso, el sóviet, de hecho o virtualmente, era el órgano de la inmensa mayoría de la población. Los enemigos que podía tener en la capital no hubieran sido peligrosos para su dominación política si no hubiesen encontrado un protector en el absolutismo, todavía vivo, que se apoyaba sobre los elementos más retrógrados de un ejército de mujiks. La debilidad del sóviet no estaba en él mismo, era la debilidad de una revolución puramente urbana. Los cincuenta días marcaron el apogeo de esta revolución y el sóviet fue su órgano de lucha contra el poder. El carácter de clase del sóviet estaba determinado por el fraccionamiento de la población urbana y por el profundo antagonismo político que se manifestaba entre el proletariado y la burguesía capitalista, incluso dentro del estrecho marco histórico de la lucha contra la autocracia.



La burguesía capitalista, después de la huelga de octubre, trató conscientemente de frenar la revolución; la pequeña burguesía era demasiado insignificante para jugar un papel independiente; el proletariado ejercía una hegemonía indiscutible en la ciudad y su “organización” de clase era el órgano de la “lucha revolucionaria” por el poder.



El sóviet era tanto más fuerte cuanto que el gobierno estaba más desmoralizado. Concentraba en sí las simpatías de los grupos no proletarios a medida que el antiguo poder se revelaba cada vez más impotente y enloquecido.



La huelga política de masa fue el arma principal del sóviet. Como unía a todos los grupos del proletariado con un lazo revolucionario directo, y como sostenía a los obreros y a cada empresa con toda la autoridad y toda la fuerza de la clase, tuvo la posibilidad de suspender, en el momento previsto, la vida económica del país. Aunque la propiedad de los medios de producción quedase en manos de los capitalistas, como antes, aunque el poder gubernamental permaneciese en manos de la burocracia, fue el sóviet quien dispuso de las fuentes nacionales de producción y de los medios de comunicación, al menos en la medida necesaria para interrumpir la marcha regular de la vida económica y política. Y esta capacidad del sóviet, manifestada en los hechos, de paralizar la economía e introducir la anarquía en la existencia del Estado, hizo de él precisamente lo que fue. En estas condiciones, buscar vías de coexistencia pacífica entre el sóviet y el antiguo régimen hubiese sido la más deplorable de las utopías. Y, sin embargo, el verdadero contenido de todas las objeciones hechas a la táctica del sóviet procede precisamente de la fantástica idea de que el sóviet hubiera debido preocuparse de la organización de las masas, absteniéndose de toda ofensiva, a partir de octubre y manteniéndose en el terreno conquistado al absolutismo.



Pero, ¿en qué consistía la victoria de octubre?



Sin duda alguna, como resultado de los ataques y de la presión de octubre, el absolutismo había abdicado “en principio”. Había renunciado a sí mismo pero, en realidad, no había perdido aún la batalla, la había rehuido simplemente. No había hecho intentos serios de oponer su ejército de campesinos a las ciudades revolucionarias. Desde luego que esta moderación no se debía a motivos humanitarios, el absolutismo estaba simplemente desmoralizado, sin coordinar, en aquel momento. Los elementos liberales de la burocracia vieron llegado su turno e hicieron publicar el manifiesto del 17 de octubre, que era una abdicación de principios del absolutismo. Pero toda la organización material del poder, la jerarquía de funcionarios, la policía, los tribunales y el ejército, todo eso quedó como antes, como propiedad no compartida de la monarquía. ¿Qué táctica podía y debía emplear el sóviet en tales condiciones? Su fuerza consistía en que, apoyándose sobre el proletariado productor, podía, en cierta medida, quitar al absolutismo la posibilidad de utilizar el aparato material de su poder. Desde este punto de vista, la actividad del sóviet significaba la organización de la “anarquía”. Su existencia y desarrollo ulteriores marcaban una consolidación de la “anarquía”. No era posible ningún tipo de coexistencia duradera. El próximo conflicto estaba anunciado por la casi victoria de octubre, estaba ya implícito en ella.



¿Qué podía hacer el sóviet? ¿Fingir que no veía la imposibilidad de evitar el conflicto? ¿Tenía acaso que hacer ver que organizaba a las masas para gozar de las alegrías del régimen constitucional? Nadie lo hubiera creído, ni el absolutismo ni la clase obrera. Hasta qué punto los formalismos y las apariencias de lealtad son impotentes en la lucha contra la autocracia lo hemos comprobado más tarde en las dos Dumas. Para seguir la táctica de la hipocresía “constitucional” en este país autocrático, el sóviet hubiera tenido que ser algo muy distinto de lo que era y aun en el caso de que lo hubiera sido, no habría servido de nada. Habría tenido un fracaso semejante al de la Duma.



El sóviet no tenía más remedio que reconocer que el conflicto era inevitable dentro de un futura muy próximo y que la única táctica de que disponía era preparar la insurrección.

Ahora bien, esta preparación radicaba esencialmente en el desarrollo y en el fortalecimiento de las facultades propias del sóviet, susceptibles de paralizar la vida del Estado y que constituían su misma fuerza. Así pues, todo lo que el sóviet emprendía para desarrollar y fortalecer esas facultades, precipitaba naturalmente el conflicto.



El sóviet se preocupaba cada vez más de extender su influencia al ejército y a la clase campesina. En noviembre hizo un llamamiento a los obreros para que manifestasen activamente sus sentimientos de fraternidad con respecto a la armada, cuya conciencia comenzaba a despuntar, en especial para con los marinos de Kronstadt. Si no lo hubiera hecho habría quedado probado que no se hacían esfuerzos por aumentar las fuerzas disponibles. Al hacerlo se adelantaban a los acontecimientos.



¿Había por ventura una tercera vía? ¿Es que el sóviet hubiera podido, junto con los liberales, recurrir al llamado sentido político del poder? ¿Hubiera sido quizá posible y preferible encontrar una línea que separase los derechos del pueblo de las prerrogativas de la monarquía, para detenerse en este límite sacrosanto? Pero, aun así, ¿quién hubiera podido garantizar que la monarquía iba a detenerse al otro lado de la línea de demarcación? ¿Quién hubiera podido encargarse de poner paz entre las dos partes o, al menos, de organizar una tregua? ¿El liberalismo, quizá…? Precisamente, una diputación liberal se dirigió al conde Witte el día 18 de octubre para proponerle que se alejasen las tropas de la capital, como señal de reconciliación con el pueblo, a lo que respondió el ministro: “Preferimos estar privados de agua y de electricidad que de nuestras tropas”. Es obvio que el gobierno no había pensado siquiera en la eventualidad de un desarme.



¿Qué le quedaba al sóviet por hacer? No había más que una alternativa: o bien cedía, abandonando el asunto a un arbitraje externo, como la futura Duma de Estado, que era lo que exigía el liberalismo, o bien se disponía a mantener y a conservar por las armas lo que había conquistado en octubre, así como a preparar una nueva ofensiva, si fuera posible.



Ahora ya sabemos que la Duma fue el escenario de un nuevo conflicto. Por consiguiente, el papel objetivo que desempeñaron las dos primeras Dumas no hizo más que confirmar la exactitud de las previsiones políticas sobre las que el proletariado basaba su táctica. Pero no hace falta ir tan lejos para preguntarnos qué es lo que podía y debía garantizar la creación de esa “cámara de arbitraje” o “cámara de conciliación”, que no podía reconciliar a nadie, en realidad. ¿Podía ser el tan traído y llevado sentido político de la monarquía o quizá un compromiso solemne por su parte?



¿La palabra de honor del conde Witte, tal vez? ¿Las visitas que hacían los zemstvos a Peterhof por la escalera de servicio? ¿Las advertencias del señor Mendelssohn? ¿O era, quizá, la “marcha natural de las cosas”, a la que el liberalismo abandona todos los problemas, en cuanto la historia se los presenta, proponiéndoselos a su iniciativa, a sus fuerzas o a su sentido político?



Ya que el conflicto era inevitable en diciembre, podíamos buscar las causas de la derrota de entonces en la composición misma del sóviet. Se afirmaba que su defecto esencial residía en su carácter de clase, ya que para llegar a ser el órgano de una revolución “nacional” hubiera tenido que ensanchar sus cuadros y dar cabida en ellos a representantes de todos los estratos sociales. Pero, ¿era esto realmente así?



La fuerza del sóviet estaba determinada por el papel del proletariado en la economía capitalista. La tarea del sóviet no era transformarse en una parodia de parlamento ni en organizar una representación proporcional de los intereses de los diferentes grupos sociales; su tarea era dar unidad a la lucha revolucionaria del proletariado, y el instrumento principal de lucha que encontró fue la huelga general política, método exclusivamente apropiado para el proletariado en tanto que clase asalariada. La homogeneidad de su composición suprimía todo roce en el interior del sóviet y le hacía capaz de una iniciativa revolucionaria.



Tampoco había manera de ensanchar la composición del sóviet, porque ¿se iba a llamar a los representantes de las uniones liberales? Esto habría proporcionado al sóviet dos docenas de intelectuales y su influencia hubiera sido parecida al papel de la Unión de Sindicatos en la revolución, es decir, ínfima.



Y ¿qué otros grupos había? ¿El congreso de los zemstvos? ¿Las organizaciones comerciales e industriales? El congreso de los zemstvos tuvo sus sesiones en Moscú durante el mes de noviembre y examinó la cuestión de sus relaciones con el ministro Witte pero no se le ocurrió siquiera preguntarse cuál debía ser su postura con respecto al sóviet obrero.



Durante la sesión del congreso estalló la rebelión de Sebastopol que, como hemos visto, lanzó bruscamente a los zemstvos hacia la derecha, hasta tal punto que Milyukov tuvo que encargarse de tranquilizar a “la Convención” de zemstvos con un discurso que venía a significar, en definitiva, que la rebelión estaba aplastada, gracias a Dios. Así pues, ¿de qué manera hubiera podido realizarse una colaboración revolucionaria entre estos señores contrarrevolucionarios y los diputados obreros que, por el contrario, aclamaban a los insurrectos de Sebastopol? Hasta ahora nadie ha podido responder a esta pregunta. Uno de los dogmas, a medias sinceros e hipócritas del liberalismo, consistía en exigir que el ejército quedara al margen de la política mientras que el sóviet, en cambio, desplegaba una gran energía para atraer al ejército a su política revolucionaria. Si admitimos que el sóviet no podía permitir que el ejército quedase a la entera disposición de Trépov, entonces, ¿a partir de qué programa hubiera podido concebirse una colaboración con los liberales en esta cuestión tan importante? ¿Qué hubieran aportado estos señores a la actividad del sóviet, a no ser una oposición sistemática, polémicas interminables y, en fin, la desmoralización interna? ¿Qué hubieran podido darnos, aparte de consejos e indicaciones como los que se encontraban en la prensa liberal en cantidad considerable? Aunque el verdadero “pensamiento político” hubiera estado a disposición de los constitucionales demócratas (cadetes) y de los octubristas, el sóviet no podía de ninguna manera convertirse en un club de polémicas y de enseñanzas recíprocas. El sóviet debía ser y seguía siendo un órgano de lucha.



No había nada que pudiesen dar los representantes del liberalismo y la democracia burguesas a “la fuerza” del sóviet. Basta con recordar el papel que tuvieron en octubre, noviembre y diciembre, basta con ver la resistencia de estos elementos a la disolución de la Duma para comprender que el sóviet tenía el derecho y el deber de continuar siendo una organización de clase, es decir, una organización de lucha. Los diputados burgueses habrían podido proporcionarle el “número” pero eran absolutamente incapaces de darle la “fuerza”.



Estas constataciones destruyen las acusaciones puramente racionalistas y no justificadas por la historia, que han sido lanzadas contra la intransigente táctica de clase del sóviet, que mantuvo a la burguesía en el campo del orden. La huelga de trabajo, que fue el instrumento de la revolución, provocó la “anarquía” en la industria; esto fue suficiente para obligar a la “alta oposición” a colocar por encima de cualquier consigna liberal los principios del orden político y del mantenimiento de la explotación capitalista.



Los empresarios decidieron que la “gloriosa” huelga de octubre (como ellos la llamaban) tenía que ser la última y organizaron la unión antirrevolucionaria del 17 de octubre. Tenían razones suficientes, ya que cada uno de ellos había podido comprobar en su fábrica que las conquistas políticas de la revolución marchaban paralelamente a la radicalización de las posiciones obreras contra el capital. Ciertos políticos reprochaban a la lucha por la jornada de ocho horas haber operado una escisión definitiva en la oposición y haber hecho del capital una fuerza contrarrevolucionaria.



Estas críticas habrían querido poner a disposición de la historia la energía de clase del proletariado pero evitando las consecuencias de la lucha de clases. Desde luego que el establecimiento de la jornada de ocho horas suscita una enérgica reacción por parte de los patronos pero es pueril pensar que ha sido necesaria esta campaña para que se realizase la unión de los capitalistas con el gobierno. La unión del proletariado, como fuerza revolucionaria independiente que se ponía en cabeza de las masas populares, era una amenaza constante para el “orden” y esta unión era, por sí misma, un argumento suficiente para que se realizase la coalición del capital con el poder.



Es verdad que durante el primer período de la revolución, cuando se manifestaba por explosiones aisladas, los liberales las toleraban porque veían claramente que el movimiento revolucionario destruía el absolutismo y le empujaba a un acuerdo constitucional con las clases dirigentes. Se resignaban a ver huelgas y manifestaciones, trataban a los revolucionarios de manera amistosa y los criticaban sin acritud. Después del 17 de octubre, cuando las cláusulas del acuerdo constitucional ya habían sido firmadas y como ya no quedaba más que llevarlas a la práctica, la continuación de la obra revolucionaria comprometía, evidentemente, la posibilidad misma de un acuerdo entre los liberales y el poder. La masa proletaria, unida y radicalizada por la huelga de octubre, organizada desde dentro, por el hecho mismo de su existencia, separaba al liberalismo de la causa de la revolución. La opinión del liberal era que el esclavo había hecho lo que se esperaba de él y que ya no tenía más que volver tranquilamente al trabajo. El sóviet opinaba, por el contrario, que lo más difícil estaba aún por hacer. En estas condiciones, no era posible ningún tipo de colaboración revolucionaria entre la burguesía capitalista y el proletariado.



Los sucesos de diciembre son consecuencia de octubre como una conclusión es consecuencia de sus premisas. El resultado del conflicto de diciembre no se explica por errores tácticos sino por el decisivo hecho de que la reacción era mucho más rica en fuerzas materiales que la revolución. El proletariado chocó en su insurrección de diciembre, no con errores de estrategia, sino con algo mucho más real: las bayonetas del ejército campesino. Es cierto que el liberalismo piensa que cuando no se es bastante fuerte siempre es posible salir del asunto huyendo. Considera como táctica valiente, madura y racional batirse en retirada en el momento decisivo. Esta filosofía liberal de la deserción produjo impacto incluso sobre algunos escritores de la socialdemocracia, que después plantearon la cuestión siguiente: si la derrota de diciembre tuvo por causa la insuficiencia de las fuerzas del proletariado, ¿no estaba el error precisamente en que, no disponiendo de la fuerza necesaria para la victoria, el proletariado hubiera aceptado la batalla? A esto puede responderse fácilmente que si las batallas no se hicieran más que estando seguros de la victoria, pocas batallas habría habido sobre la faz de la tierra. Un cálculo previo de las fuerzas disponibles no puede determinar la solución de los conflictos revolucionarios.



Y si fuese de otra manera, hace tiempo que se habría sustituido la lucha de clases por una estadística de clases. No hace tanto tiempo aún que éste era el sueño de los sindicatos, que querían adaptar este método a la huelga. Sucedió, sin embargo, que los capitalistas, incluso en presencia de las más perfectas estadísticas, dignas de los tenedores de libros que las habían concebido, no se dejaron convencer, y que sólo comprendieron cuando los argumentos aritméticos se reforzaron con el argumento de la huelga.

Y, por mucho que se calcule, cada huelga suscita una multitud de hechos nuevos, materiales y morales, que es imposible prever y que, en definitiva, deciden el resultado de la lucha.



Apartad de vuestro pensamiento al sindicato, con sus precisos métodos de cálculo; extended la huelga a todo el país, fijadle un fin político, oponed al proletariado el poder del Estado que será su enemigo más directo, que uno y otro partido tengan sus aliados reales, posibles e imaginarios; contad también con los grupos indiferentes, por los cuales se disputará con encarnizamiento, el ejército, del que se destacará, en el torbellino de los acontecimientos, un grupo revolucionario; contad con las esperanzas exageradas que nacerán en un lado y con los temores, también exagerados, que sentirán en el otro y sabed que esos temores y esas esperanzas, a su vez, serán factores esenciales en los acontecimientos; añadid, por último, la crisis de la Bolsa y las influencias entrecruzadas de las potencias extranjeras, entonces sabréis en qué circunstancias se desarrolla la revolución. En estas condiciones, la voluntad subjetiva del partido, incluso del partido “dirigente”, no es más que una fuerza entre mil, y está lejos de ser la más importante.



En la revolución, más aún que en la guerra, el momento del combate está determinado mucho menos por la voluntad y el cálculo de uno de los adversarios que por las posiciones relativas de los dos ejércitos. Es verdad que en la guerra, gracias a la disciplina automática de la tropa, es posible a veces evitar el combate y retirar el ejército; en esos casos, el general se ve obligado a preguntarse si las maniobras de la retirada no desmoralizarán a los soldados y si, por evitar la derrota de hoy, no se predisponen a otra más penosa mañana. Kuropatkin hubiese podido decirnos muchas cosas sobre esto.



En el desarrollo de una revolución es inconcebible que se efectúe una retirada regular; que el día del ataque el partido lleve a las masas tras de sí no quiere decir que pueda luego detenerlas o hacerlas retroceder, según su conveniencia. No es sólo el partido el que mueve a las masas, éstas, a su vez, empujan al partido hacia adelante. Y este fenómeno se producirá en todas las revoluciones, por muy organizadas que estén. En estas condiciones, retroceder sin presentar batalla significa generalmente, para el partido, abandonar a las masas al fuego enemigo. Sin duda, la socialdemocracia, en tanto que partido dirigente, hubiese podido no responder al desafío lanzado por la reacción en diciembre; según la feliz expresión de Kuropatkin, hubiese podido retroceder a “posiciones preparadas de antemano”, es decir, pasar a la clandestinidad. Pero, al obrar así, habría dado al gobierno la posibilidad de destrozar una a una a las organizaciones obreras más o menas abiertas que se habían constituido con el concurso inmediato del partido: no habría cabido, pues, una resistencia común. A este precio, la socialdemocracia habría comprado la dudosa ventaja de contemplar la revolución como espectadora, de poder razonar sus defectos y elaborar planes impecables, cuyo único fallo sería el de ser propuestos y ya no serían necesarios. Esto, evidentemente, no habría unido mucho al partido y a las masas.



Nadie puede decir que la socialdemocracia haya forzado el conflicto; por el contrario, el 22 de octubre, a iniciativa del partido, el Sóviet de Diputados Obreros de San Petersburgo renunció a la manifestación de duelo proyectada para no provocar un conflicto antes de haber utilizado el “nuevo régimen” de perplejidad y de dudas para una labor de propaganda y de organización de masas. Cuando el gobierno hizo un intento precipitado de dominar totalmente el país y, a título de ensayo, declaró la ley marcial en Polonia, el sóviet, siguiendo una táctica puramente defensiva, no trató siquiera de transformar la huelga de noviembre en lucha abierta, sino solamente en una gigantesca marcha de protesta, contentándose con la impresión moral enorme que ésta produjo en el ejército y en los obreros polacos. Pero aunque el partido eludiese el conflicto en octubre y en noviembre porque tenía conciencia de la necesidad de una preparación en regla, esta razón perdió todo su valor en diciembre. Por supuesto, no porque los preparativos estuviesen terminados, sino porque el gobierno, que no podía elegir, abrió la lucha, destruyendo precisamente todas las organizaciones revolucionarias que habían sido creadas en octubre y noviembre. En estas condiciones, si el partido se hubiese negado a dar la batalla, o incluso si hubiese podido obligar a las masas revolucionarias a retirarse, lo único que habría conseguido sería, simplemente, precipitar la insurrección en condiciones más desfavorables aún porque la prensa y las grandes organizaciones no habrían prestado ningún apoyo y porque habría tenido que contar con la desmoralización general subsiguiente a toda retirada. “...En la revolución, como en la guerra —dice Marx1— es absolutamente necesario, en el momento decisivo, arriesgarlo todo, cualesquiera que sean las posibilidades de la lucha. La historia no conoce una sola revolución triunfante que no sea una prueba más de la exactitud de este principio...



1. El que habla así es, en realidad, Engels, que fue quien escribió esta obra, en lugar de Marx. (NdA, 1909.).



La derrota después de una lucha encarnizada tiene una significación revolucionaria de tanto alcance como la que pueda tener una victoria conseguida fácilmente... En todo conflicto, inevitablemente, el que recoge el guante corre el riego de ser vencido; pero esa no es una razón para declararse vencido desde el principio y someterse sin haber luchado”. “En una revolución, cualquiera que dirige una posición de valor decisivo y la entrega sin haber obligado al enemigo a luchar, merece ser considerado un traidor”.



En su famosa Introducción a la lucha de clases en Francia, de Marx, Engels ha reconocido la posibilidad de graves contratiempos cuando contraponía a las dificultades militares y técnicas de la insurrección (la rapidez en el transporte de las tropas por ferrocarril, el poder destructor de la artillería moderna) con las nuevas posibilidades de victoria, que tienen por causa la evolución del ejército en su composición de clase. Por un lado, Engels ha considerado unilateralmente la importancia de la técnica moderna en los alzamientos revolucionarios; por otra, no ha creído necesario u oportuno explicar que la evolución del ejército en su composición de clase no podía ser apreciada, políticamente hablando, a no ser por medio de una “confrontación” del ejército con el pueblo.



Examinemos brevemente los dos aspectos de esta cuestión2. El carácter descentralizado de la revolución hace necesario un desplazamiento continuo de las fuerzas militares. Engels afirma que, gracias a los ferrocarriles, las guarniciones pueden doblarse en veinticuatro horas pero olvida que una verdadera insurrección de masas supone primero la huelga de los ferrocarriles.



2. Conviene recordar que Engels, en su Introducción, no piensa más que en Alemania, mientras que nosotros razonamos a partir de la experiencia de la revolución rusa. (NdA, 1909.)



Esta nota tan poco convincente fue añadida al texto alemán de nuestro libro, simplemente para evitar la censura. (NdA, 1922.)



Antes de que el gobierno haya pensado siquiera en transportar sus tropas, se ve obligado —en una lucha encarnizada con el personal en huelga— a tratar de apoderarse de la vía férrea y del material móvil; tiene que reorganizar los servicios, volver a construir los puentes volados y los tramos de línea destruidos. Para llevar a cabo este trabajo no basta con tener fusiles y bayonetas excelentes y el ejemplo de la revolución rusa nos dice que para obtener resultados mínimos en este sentido hacen falta mucho más de veinticuatro horas. Pero vayamos más lejos. Antes de emprender el traslado de tropas, el gobierno tiene que estar informado de la situación en todo el país y el telégrafo asegura el servicio de información mucho más rápidamente de lo que el ferrocarril puede asegurar el traslado de las tropas; pero la insurrección supone una huelga de correos y telégrafos. Si la insurrección no es capaz de atraer a su lado a los empleados de correos y telégrafos —hecho que prueba la debilidad del movimiento revolucionario— le queda aún la posibilidad de derribar los postes y cortar los hilos telegráficos. Sin embargo, esta medida constituye ciertamente una pérdida para ambas partes, pero la revolución, cuya fuerza principal no está en una organización sin fallos, pierde mucho menos.



El telégrafo y el ferrocarril son potentes armas para el Estado moderno centralizado pero son armas de dos filos. Y si la existencia de la sociedad y del Estado depende en general de la continuidad del trabajo de los proletarios, esta dependencia se deja sentir especialmente en el trabajo de los ferrocarriles y de correos y telégrafos. En cuanto que los raíles y los hilos se niegan a funcionar, el aparato gubernamental queda dislocado en partes, entre las que no hay medios de comunicación. En estas condiciones, los acontecimientos pueden ir muy lejos antes de que las autoridades hayan logrado “doblar” una guarnición local.



Además de la necesidad de transportar las tropas, la insurrección plantea al gobierno el problema del transporte de municiones. Las dificultades crecen entonces, pues existe el riesgo importante de que las municiones caigan en manos de los insurrectos. Este peligro es tanto más real cuanto que la revolución se descentraliza y arrastra consigo a masas cada vez más numerosas. Hemos visto cómo, en las estaciones de Moscú, los obreros tomaban las armas enviadas desde el frente rusojaponés. Hechos de este tipo han tenido lugar en muchos sitios. En la región de Kuban, los cosacos interceptaron un cargamento de carabinas y los soldados revolucionarios daban cartuchos a los insurrectos, etc...



Desde luego, con todo esto no se trata de una victoria puramente militar de los insurrectos sobre las tropas del gobierno, que ganarán sin duda alguna, por la fuerza material, por lo que la cuestión principal en este aspecto se refiere al estado de espíritu y a la actitud del ejército. Si no hubiera una afinidad de clase entre los combatientes de ambos bandos, sería imposible la victoria de la revolución, teniendo en cuenta la técnica militar actual. Pero también sería un sueño pretender que “el paso del ejército al lado del pueblo” pueda llevarse a cabo como una manifestación pacífica y simultánea. Las clases dirigentes, para las que el problema es una cuestión de vida o muerte, no cederían nunca sus posiciones en virtud de razonamientos teóricos respecto a la composición del ejército. La actitud política de la tropa, esa gran incógnita de todas las revoluciones, no se manifiesta claramente más que en el momento en que los soldados se encuentran cara a cara con el pueblo. El paso del ejército a la revolución es primero una transformación moral pero los medios morales por sí solos no servirían para nada. Hay, en el ejército, corrientes diversas que se entrecruzan y se cortan: sólo una minoría se declara conscientemente revolucionaria, la mayoría duda y se deja empujar; no es capaz de deponer las armas o de dirigir sus bayonetas contra la reacción más que cuando empieza a advertir la posibilidad de una victoria popular, y esta fe no puede proceder sólo de la propaganda. Es preciso que los soldados vean con toda claridad que el pueblo se ha echado a la calle para una lucha decisiva, que no se trata sólo de una manifestación contra la autoridad sino de derribar al gobierno.



Entonces, y solamente entonces, se da el momento psicológico en que los soldados pueden “pasarse a la causa del pueblos. Así, la insurrección es, esencialmente, no una lucha “contra” el ejército, sino una lucha “por” el ejército. Si la insurrección continúa, aumenta y tiene posibilidades de éxito, la crisis de transformación en los soldados estará cada vez más cercana.



Una lucha sin grandes proporciones, basada en la huelga revolucionaria —como la que hemos visto de Moscú— no puede por sí misma dar la victoria, pero permite, en cambio, probar a los soldados y, tras un primer éxito importante, es decir cuando una parte de la guarnición se ha unido al levantamiento, la lucha por pequeños destacamentos, la guerra de guerrillas, puede transformarse en el gran combate de masas, donde una parte de las tropas, sostenida por la población armada y desarmada, combatirá a la otra parte, rodeada del odio general. En virtud de las diferencias de origen y de las divergencias morales y políticas existentes entre los elementos de que se compone el ejército, el paso de ciertos saldados a la causa del pueblo significa ante todo un conflicto entre dos fracciones de la tropa, como hemos visto en el mar Negro, en Kronstadt, en Siberia y en la región de Kuban y, más tarde, en Sveaborg y en otros muchos lugares. En estas circunstancias diversas, los instrumentos más perfeccionados del militarismo, como fusiles, ametralladoras, artillería pesada y acorazados, pasaron con facilidad de las manos del gobierno al servicio de la revolución.



Tras la experiencia del Domingo Sangriento de enero de 1905, un periodista inglés, Arnold White, emitió el genial juicio de que, si Luis XVI hubiese tenido unas cuantas baterías de cañones Maxim, la revolución francesa habría fracasado. ¡Qué lamentable superstición! Este hombre se imagina que las posibilidades de la revolución pueden medirse por el calibre de los fusiles o por el diámetro de los cañones. La revolución rusa ha demostrado una vez más que no son los fusiles, los cañones y los acorazados los que, en último término, gobiernan a los hombres, sino todo lo contrario: son los hombres los que gobiernan a las máquinas.



El 11 de diciembre, el ministerio Witte-Durnovo que, en esta época, ya era el ministerio Durnovo-Witte, promulgó la ley electoral. Mientras que Dubasov rehabilitaba en el suburbio de Presnia la bandera de la marina rusa, el gobierno se ocupaba de abrir una vía legal a la clase poseedora, que buscaba un acuerdo con la monarquía y con la burocracia. A partir de ese momento la lucha, revolucionaria en su esencia, por el poder, se desarrolló bajo el manto de la constitución.



En la primera Duma, los constitucionales demócratas (cadetes) se hacían pasar por líderes del pueblo. Como las masas populares, a excepción del proletariado urbano, tenían aún unas ideas caóticas, formando una oposición confusa e imprecisa y como, además, los partidos de extrema izquierda boicoteaban las elecciones, los cadetes pudieron hacerse dueños de la situación en la Duma. “Representaban” a todo el país: propietarios liberales, comerciantes, abogados, médicos, funcionarios, empleados e incluso parte del campesinado. La dirección del partido quedaba, como antes, en manos de los propietarios, los profesores y los abogados. Sin embargo,

bajo la presión del campesinado, cuyos intereses y necesidades dejaban las otras cuestiones en segundo plano, una fracción del partido cadete viró a la izquierda, lo que condujo a la disolución de la Duma y al manifiesto de Vyborg que, más tarde, impediría dormir a los voceros del liberalismo. En la segunda Duma los cadetes reaparecieron en menor número pero, en opinión de Milyukov, tenían la ventaja de contar no sólo con los pequeñoburgueses descontentos, sino también con los electores que se mantenían apartados de la izquierda y que votaban conscientemente por un programa antirrevolucionario.



Mientras la mayor parte de los propietarios y los representantes del gran capital se pasaban al campo de la reacción activa, la pequeña burguesía de las ciudades, el proletariado del comercio y los intelectuales reservaban sus sufragios a los partidos de izquierda. Tras los cadetes marchaban las capas medias de la población urbana y cierto número de propietarios. A su izquierda estaban los representantes de los campesinos y de los obreros. Los cadetes votaron el proyecto gubernamental sobre el reclutamiento y prometieron votar el presupuesto. No hubieran dudado tampoco en votar los nuevos préstamos para cubrir el déficit del Estado y hubieran asumido sin temor la responsabilidad de las antiguas deudas de la autocracia.



Golavin, ese lastimoso personaje que encarnaba en el sillón presidencial toda la nulidad y la impotencia del liberalismo, dijo tras la disolución de la Duma que en la conducta de los cadetes, el gobierno había podido reconocer su victoria sobre la oposición. Y eso era totalmente cierto. En esas condiciones no era necesario disolver la Duma y, sin embargo, fue disuelta, lo que prueba que hay una fuerza más poderosa que los argumentos políticos del liberalismo, y esa fuerza es la lógica interna de la revolución. En sus combates contra la Duma dirigida por los demócratas, el gobierno se daba cada vez más cuenta de su poder. En la tribuna del pretendido parlamento no vio problemas históricos que esperaban una solución sino adversarios políticos a los que había que reducir al silencio. En calidad de rivales del gobierno y pretendientes al poder figuraba un grupito de abogados para los que la política era algo así como un torneo oratorio y cuya elocuencia política oscilaba entre el silogismo jurídico y el estilo clásico. En los debates que tuvieron lugar con motivo de los tribunales militares, los dos partidos se encontraron frente a frente. Majlakov, abogado de Moscú, al que los liberales consideraban un hombre de porvenir, sometió la justicia de los tribunales militares y, con ella, toda la política del gobierno, a una crítica abrumadora. “Pero los tribunales militares no son una institución jurídica —le contestó Stolypin— sino un instrumento de lucha. Usted nos demuestra que este instrumento no es conforme a los principios del derecho y de la ley pero sí es conforme al fin perseguido. El derecho no es un fin en sí mismo.



Cuando está amenazada la existencia del Estado, el gobierno no sólo tiene el deber, sino también la obligación, de apoyarse en los medios materiales de su poder, dejando de lado el derecho”. Esta respuesta, que contiene tanto la filosofía del golpe de Estado como la de la insurrección popular, dejó al liberalismo en la más completa perplejidad. ¡Es una declaración inaudita!, exclamaban los publicistas liberales, proclamando por enésima vez que el derecho debe prevalecer sobre la fuerza. Pero toda su política persuadió al gobierno de lo contrario. Sólo sabían retroceder. Para salvar la Duma, amenazada de disolución, iban renunciando a todas sus prerrogativas, probando así, irrefutablemente, que la fuerza prevalece sobre el derecho. En esas condiciones, el gobierno no podía por menos de estar tentado por la utilización de la fuerza hasta el final.

La segunda Duma fue disuelta y, como heredero de la revolución, se vio aparecer al liberalismo nacionalista conservador, representado por la Unión del 17 de octubre. Si los demócratas creyeron continuar la tarea de la revolución, los octubristas, por su parte, continuaron con la táctica de los cadetes, limitada a una colaboración con el gobierno. A este respecto, los cadetes pueden burlarse y criticar cuanto quieran a los octubristas pero la realidad es que estos últimos no hicieron más que sacar las conclusiones que se imponían a partir de las premisas establecidas por los cadetes: puesto que es imposible apoyarse en la revolución, lo único por hacer es apoyarse en el constitucionalismo de Stolypin.



La tercera Duma concedió al gobierno del zar 456.535 reclutas; y, sin embargo, hasta entonces, todas las grandes reformas del Ministerio de la Guerra, bajo la dirección de Kuropatkin y Stesel habían consistido en hacer nuevos modelos de charreteras y galones. Votó el presupuesto del Ministerio del Interior, gracias al cual el 70% del territorio estaba entregado a diversos sátrapas, armados con leyes de excepción, mientras que, en el resto del país, se aplastaba al pueblo por medio de leyes que rigen en tiempo normal. Esta cámara adoptó todos los puntos esenciales del famoso edicto del 9 de noviembre de 1906, dado por el gobierno en virtud del párrafo 87, y cuyo fin era dar un valor especial, entre los campesinos, a los propietarios más fuertes, mientras que la masa quedaba entregada a la ley de selección natural, en el sentido biológico del término.



A la expropiación de las tierras de los nobles en beneficio de los campesinos, la reacción oponía la expropiación de las tierras comunales campesinas en beneficio de los kulaks. “La ley del 9 de noviembre —dijo uno de los reaccionarios en la tercera Duma— contiene el suficiente grisú para hacer saltar toda Rusia”.



Empujados a un callejón sin salida por la irreductible actitud de la nobleza y de la burocracia, que eran de nuevo los amos de la situación, los partidos burgueses trataron de salir de las contradicciones económicas y políticas en las que se habían metido por medio del imperialismo... Buscaron compensaciones a los fracasos internos en países extranjeros: en el Lejano Oriente (ruta del Amur), en Persia o en los Balcanes. Lo que se llamó “anexión” de Bosnia y Herzegovina despertó en San Petersburgo y en Moscú un verdadero escándalo patriotero. Además, el partido burgués que más se había opuesto al antiguo régimen —el constitucional demócrata— iba ahora en cabeza del belicoso “neoeslavismo”. Los cadetes buscaban en el imperialismo capitalista una solución para los problemas que no habían podido ser liquidados por la revolución. Llevados por la marcha misma de esa revolución a rechazar, de hecho, la idea de la expropiación de los bienes raíces y de una democratización de todo el régimen social, e inducidos, por consiguiente, a rechazar la esperanza de crear un mercado interior suficientemente estable, representado por los pequeños campesinos, que favorecerían el desarrollo capitalista, los cadetes ponían ahora sus esperanzas en los mercados exteriores. Como para lograr buenos resultados en este sentido es imprescindible un Estado fuerte, los cadetes se ven obligados, además, a sostener el zarismo, detentador del poder real.



El imperialismo de Milyukov, disfrazado de oposición, cubrió, pues, con una especie de velo ideológico, la repugnante combinación que era la tercera Duma, en la que hicieron alianza los burócratas de la autarquía, los feroces propietarios y el capitalismo parásito.



La situación creada podía dar lugar a las consecuencias más insólitas. Un gobierno cuya reputación de fuerza se había ahogado en las aguas de Tsuchima y que había quedado enterrada en los campos de Mukden, abrumado, además, por las terribles consecuencias de su política de aventuras, se dio cuenta de repente de que era el centro de la confianza patriótica de los representantes de “la nación”. No solamente aceptó sin replicar medio millón de nuevos soldados y quinientos millones para los gastos del Ministerio de la Guerra sino que obtuvo el apoyo de la Duma cuando intentó nuevas experiencias en el Lejano Oriente. Más aún, tanto de la derecha como de la izquierda, entre “centurias negras” como entre los cadetes, llegaban hasta él violentos reproches porque se estimaba que su política exterior no era lo suficientemente activa.



Así, por la lógica misma de las cosas, el gobierno del zar se vio empujado hacia una vía peligrosa, luchando por restablecer su reputación mundial. Y, ¿quién sabe?, antes de que la suerte de la autocracia se haya fijado de manera definitiva y sin posible solución en las calles de San Petersburgo y de Varsovia, quizá pasará por una segunda prueba en los campos del Amur o en las costas del Mar Negro.

miércoles, 21 de octubre de 2009

El arte de la insurrección


Escrito por León Trotsky

Al igual que la guerra, la gente no hace por gusto la revolución. Sin embargo, la diferencia radica en que, en una guerra, el papel decisivo es el de la coacción; en una revolución no hay otra coacción que la de las circunstancias. La revolución se produce cuando no queda ya otro camino. La insurrección, elevándose por encima de la revolución como una cresta en la cadena montañosa de los acontecimientos, no puede ser provocada artificialmente, lo mismo que la revolución en su conjunto. Las masas atacan y retroceden antes de decidirse a dar el último asalto.




De ordinario se opone la conspiración a la insurrección, como la acción concertada de una minoría ante el movimiento elemental de la mayoría. En efecto: una insurrección victoriosa que sólo puede ser la obra de una clase destinada a colocarse a la cabeza de la nación; es profundamente distinta, tanto por la significación histórica como por sus métodos, de un golpe de Estado realizado por conspiradores que actúan a espaldas de las masas.

De hecho, en toda sociedad de clases existen suficientes contradicciones como para que entre las fisuras se pueda urdir un complot. La experiencia histórica prueba, sin embargo, que también es necesario cierto grado de enfermedad social -como en España, en Portugal y en América del Sur- para que la política de las conspiraciones pueda alimentarse constantemente. En estado puro, la conspiración, incluso en caso de victoria, sólo puede reemplazar en el poder camarillas de la misma clase dirigente o, menos aún, sustituir hombres de Estado La victoria de un régimen social sobre otro sólo se ha dado en la historia a través de insurrecciones de masas. Mientras que, frecuentemente, los complots periódicos son la expresión del marasmo y la descomposición de la sociedad, la insurrección popular, en cambio, surge de ordinario como resultado de una rápida evolución anterior que rompe el viejo equilibrio de la nación. Las "revoluciones" crónicas de las repúblicas sudamericanas no tienen nada en común con la revolución permanente, sino que, al contrario, son en cierto sentido su antítesis.


Lo que acabamos de decir no significa en absoluto que la insurrección popular y la conspiración se excluyan mutuamente en todas las circunstancias. Un elemento de conspiración entra casi siempre en la insurrección en mayor o menor medida. Etapa históricamente condicionada de la revolución, la insurrección de las masas no es nunca exclusivamente elemental. Aunque estalle de improviso para la mayoría de sus participantes, es fecundada por aquellas ideas en las que los insurrectos vean una salida para los dolores de su existencia. Pero una insurrección de masas puede ser prevista y preparada. Puede ser organizada de antemano. En este caso, el complot se subordina a la insurrección, la sirve, facilita su marcha, acelera su victoria. Cuanto más elevado es el nivel político de un movimiento revolucionario y más seria su dirección, mayor es el lugar que ocupa la conspiración en la insurrección popular.



Es indispensable comprender exactamente la relación entre la insurrección y la conspiración, tanto en lo que las opone como en lo que se completan recíprocamente, y con mayor razón dado que el empleo mismo de la palabra "conspiración" tiene un aspecto contradictorio en la literatura marxista según designe a la actividad independiente de una minoría que toma la iniciativa o a la preparación por la minoría del levantamiento de la mayoría. 


Es cierto que la historia demuestra que una insurrección popular puede vencer en ciertas condiciones sin complot. Al surgir por el ímpetu "elemental" de una revuelta general, en diversas protestas, manifestaciones, huelgas, escaramuzas callejeras, la insurrección puede arrastrar a una parte del ejército, paralizar las fuerzas del enemigo y derribar el viejo poder. Esto es -hasta cierto punto- lo que sucedió en febrero de 1917 en Rusia. Un cuadro análogo presenta el desarrollo de las revoluciones alemana y austrohúngara durante el otoño de 1918. En la medida en que en estos dos casos no estaban a la cabeza de los insurrectos partidos profundamente penetrados de los intereses y designios de la insurrección, la victoria de ésta debía transmitir inevitablemente el poder a las manos de los partidos que se habían opuesto a la insurrección hasta el último momento. 



Derribar el antiguo poder es una cosa. Otra diferente es adueñarse de él. En una revolución, la burguesía puede tomar el poder, no porque sea revolucionaria, sino porque es la burguesía: tiene en sus manos la propiedad, la instrucción, la prensa, una red de puntos de apoyo, una jerarquía de instituciones. En muy diferente situación se encuentra el proletariado: desprovisto de los privilegios sociales que existen en su exterior, el proletariado insurrecto sólo puede contar con su propio número, su cohesión, sus cuadros, su Estado Mayor. 



Del mismo modo que un herrero no puede tomar con su mano desnuda un hierro candente, el proletariado tampoco puede conquistar el poder con las manos vacías: le es necesaria una organización apropiada para esta tarea. En la combinación de la insurrección de masas con la conspiración, en la subordinación del complot a la insurrección, en la organización de la insurrección a través de la conspiración, radica el terreno complicado y lleno de responsabilidades de la política revolucionaria que Marx y Engels denominaban "el arte de la insurrección". Ello supone una justa dirección general de las masas, una orientación flexible ante cualquier cambio de las circunstancias, un plan meditado de ofensiva, prudencia en la preparación técnica y audacia para dar el golpe. 

Los historiadores y los hombres políticos designan habitualmente insurrección de las fuerzas elementales a un movimiento de masas que, ligado por su hostilidad al antiguo régimen, no tiene perspectivas claras ni métodos de lucha elaborados, ni dirección que conduzca conscientemente a la victoria. Los historiadores oficiales, por lo menos los demócratas, presentan a la insurrección de las fuerzas elementales como una calamidad histórica inevitable cuya responsabilidad recae sobre el antiguo régimen. La verdadera causa de esta indulgencia consiste en que la insurrección de las fuerzas elementales no puede salir de los límites del régimen burgués. 

Por el mismo camino marcha también la socialdemocracia: no niega la revolución en general, en tanto que catástrofe social, del mismo modo que no niega los terremotos, las erupciones de los volcanes, los eclipses de sol y las epidemias de peste. Lo que niega como "blanquismo" o, peor aún, como bolchevismo, es la preparación consciente de la insurrección, el plan, la conspiración. En otros términos, la socialdemocracia está dispuesta a sancionar, aunque ciertamente con retraso, los golpes de Estado que transmiten el poder a la burguesía, condenando al mismo tiempo con intransigencia los únicos métodos que pueden transmitir el poder al proletariado. Tras una falsa objetividad se esconde una política de defensa de la sociedad capitalista. 

De sus observaciones y reflexiones sobre los fracasos de numerosos levantamientos en los que participó o fue testigo, Augusto Blanqui dedujo un cierto número de reglas tácticas, sin las cuales la victoria de la revolución se hace extremadamente difícil si no imposible. Blanqui recomendaba la creación con tiempo suficiente de destacamentos revolucionarios regulares con dirección centralizada, un buen aprovisionamiento de municiones, un reparto bien calculado de las barricadas, cuya construcción sería prevista y que se defenderían sistemáticamente. Por supuesto, todas estas reglas, concernientes a los problemas militares de la insurrección, deben ser inevitablemente modificadas al mismo tiempo que las condiciones sociales y la técnica militar cambien; pero de ningún modo son "blanquismo" en sí mismas, en el sentido que los alemanes puedan hablar de "putchismo" o de "aventurismo" revolucionario. 

La insurrección es un arte y como todo arte tiene sus leyes. Las reglas de Blanqui respondían a las exigencias del realismo en la guerra revolucionaria. El error de Blanqui consistía no en su teorema directo, sino en el recíproco. Del hecho que la incapacidad táctica condenaba al fracaso a la revolución, Blanqui deducía que la observación de las reglas de la táctica insurreccionar era capaz por sí misma de asegurar la victoria. Solamente a partir de esto es legítimo oponer el blanquismo al marxismo. La conspiración no sustituye a la insurrección. La minoría activa del proletariado, por bien organizada que esté, no puede conquistar el poder independientemente de la situación general del país: en esto el blanquismo es condenado por la historia. Pero únicamente en esto. El teorema directo conserva toda su fuerza. Al proletariado no le basta con la insurrección de las fuerzas elementales para la conquista del poder. Necesita la organización correspondiente, el plan, la conspiración. Es así como Lenin plantea la cuestión. 

La crítica de Engels, dirigida contra el fetichismo de la barricada, se apoyaba en la evolución de la técnica en general y de la técnica militar. La técnica insurreccional del blanquismo correspondía al carácter del viejo París, a su proletariado, compuesto a medias de artesanos; a las calles estrechas y al sistema militar de Luis Felipe. En principio, el error del blanquismo consistía en la identificación de revolución con insurrección. El error técnico del blanquismo consistía en identificar la insurrección con la barricada. La crítica marxista fue dirigida contra los dos errores. Considerando, de acuerdo con el blanquismo, que la insurrección es un arte, Engels descubrió no sólo el lugar secundario de la insurrección en la revolución, sino también el papel declinante de la barricada en la insurrección. La crítica de Engels no tenía nada en común con una renuncia a los métodos revolucionarios en provecho del parlamentarismo puro, como intentaron demostrar en su tiempo los filisteos de la socialdemocracia alemana, con el concurso de la censura de los Hohenzollern. Para Engels, la cuestión de las barricadas seguía siendo uno de los elementos técnicos de la insurrección. Los reformistas, en cambio, intentaban concluir de la negación del papel decisivo de la barricada la negación de la violencia revolucionaria en general. Es más o menos como si, razonando sobre la disminución probable de la trinchera en la próxima guerra, se dedujese el hundimiento del militarismo. 

La organización con la que el proletariado pudo no sólo derribar el antiguo régimen, sino también sustituirlo, es el soviet. Lo que más adelante se convirtió en el resultado de la experiencia histórica, hasta la insurrección de Octubre, no era más que un pronóstico teórico, aunque se apoyaba, es cierto, sobre la experiencia previa de 1905. Los soviets son los órganos de preparación de las masas para la insurrección, los órganos de la insurrección y, después de la victoria, los órganos del poder. 

Sin embargo, los soviets no resuelven por sí mismos la cuestión. Según su programa y dirección, pueden servir para diversos fines. El partido es quien da a los soviets el programa. Si en una situación revolucionaria -y fuera de ella son generalmente imposibles- los soviets engloban a toda la clase, a excepción de las capas completamente atrasadas, pasivas o desmoralizadas, el partido revolucionario está a la cabeza de la clase. El problema de la conquista del poder sólo puede ser resuelto por la combinación del partido con los soviets, o con otras organizaciones de masas más o menos equivalentes a los soviets. 
Cuando el soviet tiene a su cabeza un partido revolucionario, tenderá conscientemente y a tiempo a adueñarse del poder. Adaptándose a las variaciones de la situación política y al estado de espíritu de las masas, preparará los puntos de apoyo de la insurrección, ligará los destacamentos de choque a un único objetivo y elaborará de antemano el plan de ofensiva y del último asalto: esto precisamente significa introducir la conspiración organizada en la insurrección de masas. 

Más de una vez, y mucho antes de la insurrección de Octubre, los bolcheviques habían tenido que refutar más de una vez las acusaciones que les dirigían sus adversarios, quienes les imputaban maquinaciones conspirativas y blanquismo. Y sin embargo nadie como Lenin llevó una lucha tan intransigente contra el sistema de pura conspiración. Los oportunistas de la socialdemocracia internacional tomaron más de una vez bajo su protección la vieja táctica socialista revolucionaria del terror individual contra los agentes del zarismo, resistiéndose a la crítica implacable de los bolcheviques, que oponían al individualismo aventurero de la intelligentsia el camino de la insurrección de masas. Pero al rechazar todas las variantes del blanquismo y del anarquismo, Lenin no se postraba ni un minuto ante la fuerza elemental "sagrada" de las masas. Había reflexionado antes, y con más profundidad que cualquier otro, sobre la relación entre los factores objetivos y subjetivos de la revolución, entre el movimiento de las fuerzas elementales y la política del partido, entre las masas populares y la clase avanzada, entre el proletariado y su vanguardia, entre los soviets y el partido, entre la insurrección y la conspiración. 

Pero el hecho de que no se pueda provocar cuando se quiere un levantamiento y que para la victoria sea necesario organizar oportunamente la insurrección, plantea a la dirección revolucionaria el problema de dar un diagnóstico exacto: es preciso sorprender a tiempo la insurrección que asciende para completarla con una conspiración. Aunque se haya abusado mucho de la imagen, la intervención obstétrica en un parto sigue siendo la ilustración más viva de esta intromisión consciente en un proceso elemental. Herzen acusaba hace tiempo a su amigo Bakunin de que, en todas sus empresas revolucionarias, invariablemente tomaba el segundo mes del embarazo por el noveno. En cuanto a Herzen, estaba más bien dispuesto a negar el embarazo incluso en el noveno mes. En febrero, casi no se planteó la cuestión de la fecha del parto en la medida en que la insurrección había estallado de "manera inesperada", sin dirección centralizada. Pero precisamente por eso el poder pasó no a los que habían realizado la insurrección, sino a los que la habían frenado. Ocurría de una forma muy distinta en la nueva insurrección: estaba conscientemente preparada por el partido bolchevique. El problema de elegir el buen momento para dar la señal de ofensiva recayó, por ello mismo, en el Estado Mayor bolchevique. 

La palabra "momento" no ha de entenderse literalmente, como un día y una hora determinados: incluso para los alumbramientos, la naturaleza concede un margen de tiempo considerable cuyos límites no sólo interesan a la obstetricia, sino también a la casuística del derecho de sucesión. Entre el momento en que la tentativa de provocar un levantamiento, por ser aún inevitablemente prematura, conduciría a un aborto revolucionario, y el otro momento en que la situación favorable debe ser considerada ya como irremediablemente perdida, transcurre un cierto período de la revolución -puede medirse en semanas y, algunas veces, en meses- durante el cual la insurrección puede realizarse con más o menos probabilidades de triunfo. Discernir este período relativamente corto y escoger después un momento determinado, en el sentido preciso del día y de la hora, para dar el último golpe, constituye la tarea más llena de responsabilidades para la dirección revolucionaria. Se puede justamente considerarlo como el problema clave, puesto que relaciona la política revolucionaria con la técnica de la insurrección: ¿habrá que recordar que la insurrección, lo mismo que la guerra, es, la prolongación de la política, sólo que por otros medios? 

La intuición y la experiencia son necesarias para una dirección revolucionaria, así como para los otros aspectos del arte creador. Pero eso no basta. También el arte del curandero puede reposar, y no sin éxito, sobre la intuición y la experiencia. El arte del curandero político sólo basta para las épocas y períodos en los que predomina la rutina. Una época de grandes cambios históricos ya no tolera las obras de los curanderos. La experiencia, incluso inspirada por la intuición, no es suficiente. Es necesario un método materialista que permita descubrir, tras las sombras chinescas de los programas y las consignas, el movimiento real de los cuerpos sociales. 

Las premisas esenciales de una revolución consisten en que el régimen social existente se encuentra incapaz de resolver los problemas fundamentales del desarrollo de la nación. La revolución no se hace, sin embargo, posible más que en el caso en que entre los diversos componentes de la sociedad aparece una nueva clase capaz de ponerse a la cabeza de la nación para resolver los problemas planteados por la historia. El proceso de preparación de la revolución consiste en que las tareas objetivas, producto de las contradicciones económicas y de clase, logran abrirse un camino en la conciencia de las masas humanas, modifican aspectos y crean nuevas relaciones entre las fuerzas políticas. 

Como resultado de su incapacidad manifiesta para sacar al país del callejón, las clases dirigentes pierden fe en sí mismas, los viejos partidos se descomponen, se produce una lucha encarnizada entre grupos y camarillas y se centran todas las esperanzas en un milagro o en un taumaturgo. Todo esto constituye una de las premisas políticas de la insurrección, extremadamente importante aunque pasiva. 

La nueva conciencia política de la clase revolucionaria, que constituye la principal premisa táctica de la insurrección, se manifiesta por una furiosa hostilidad al orden establecido y por la intención de realizar los esfuerzos más heroicos y estar dispuesta a tener víctimas para arrastrar al país a un camino de rehabilitación. 
Los dos campos principales, los grandes propietarios y el proletariado, no representan, sin embargo, la totalidad de la nación. Entre ellos se insertan las amplias capas de la pequeña burguesía, que recorren toda la gama del prisma económico y político. El descontento de las capas intermedias, sus desilusiones ante la política de la clase dirigente, su impaciencia y su rebeldía, su disposición a apoyar la iniciativa audazmente revolucionaria del proletariado, constituyen la tercera condición política de la insurrección, en parte pasiva en la medida que neutralice a los estratos superiores de la pequeña burguesía, y en parte activa en la medida que empuje a los sectores más pobres a luchar directamente codo a codo con los obreros. 

La reciprocidad condicional de esas premisas es evidente: cuanto más resuelta y firmemente actúe el proletariado y, por tanto, mayores sean sus posibilidades de arrastrar a las capas intermedias, tanto más aislada quedará la clase dominante y más se acentuará su desmoralización. Y, en cambio, la disgregación de los grupos dirigentes lleva agua al molino de la clase revolucionaria. 

El proletariado sólo puede adquirir esa confianza en sus propias fuerzas -indispensable para la revolución- cuando descubre ante él una clara perspectiva, cuando tiene la posibilidad de verificar activamente la relación de fuerzas que cambia a su favor y cuando se siente dirigido por una dirección perspicaz, firme y audaz. Esto nos conduce a la condición, última en su enumeración pero no en su importancia, de la conquista del poder: al partido revolucionario como vanguardia estrechamente única y templada de la clase. 

Gracias a una combinación favorable de las condiciones históricas, tanto internas como internacionales, el proletariado ruso tuvo a su cabeza un partido excepcionalmente dotado de una claridad política y de un temple revolucionario sin igual: únicamente esto permitió a una clase joven y poco numerosa cumplir una tarea histórica de gran envergadura. En general, como lo atestigua la historia -la Comuna de París, las revoluciones alemana y austríaca de 1918, los soviets de Hungría y de Baviera, la revolución italiana de 1919, la crisis alemana de 1923, la revolución china de los años 1925-1927, la revolución española de 1931-, el eslabón más débil en la cadena de las condiciones ha sido hasta ahora el del partido: lo más difícil para la clase obrera consiste en crear una organización revolucionaria que esté a la altura de sus tareas históricas. En los países más antiguos y más civilizados, hay fuerzas considerables que trabajan para debilitar y descomponer la vanguardia revolucionaria. Una importante parte de este trabajo se ve en la lucha de la socialdemocracia contra el "blanquismo", denominación bajo la cual se hace figurar la esencia revolucionaria del marxismo. 

Por numerosas que hayan sido las grandes crisis sociales y políticas, la coincidencia de todas las condiciones indispensables para una insurrección proletaria victoriosa y estable no se ha visto hasta ahora en la historia más que una sola vez: en octubre de 1917, en Rusia. Una situación revolucionaria no es eterna. De todas las premisas de una insurrección, la más inestable es el estado de ánimo de la pequeña burguesía. En los momentos de crisis nacionales, la pequeña burguesía sigue a la clase que, no sólo por la palabra sino por la acción, le inspira confianza. Capaz de fuertes impulsos, e incluso de delirios revolucionarios, la pequeña burguesía no tiene resistencia, pierde fácilmente el valor en caso de fracaso y sus ardientes esperanzas se transforman en desilusiones. Son precisamente los violentos y rápidos cambios de su estado de ánimo los que dan esa inestabilidad a cada situación revolucionaria. Si el partido proletario no es lo suficientemente resuelto como para transformar a tiempo la expectativa y las esperanzas de las masas populares en una acción revolucionaria, el flujo será pronto reemplazado por un reflujo: las capas intermedias apartarán su mirada de la revolución y buscarán su salvación en el campo opuesto. Así como en la marea ascendente el proletariado arrastra con él a la pequeña burguesía, en el momento del reflujo la pequeña burguesía arrastra consigo a importantes capas del proletariado. 
Tal es la dialéctica de las olas comunistas y fascistas en la evolución política de la Europa de posguerra. 

Intentando apoyarse en el aforismo de Marx -ningún régimen desaparece de la escena antes de haber agotado todas sus posibilidades-, los mencheviques negaban que fuese admisible luchar por la dictadura del proletariado en la Rusia atrasada donde el capitalismo estaba todavía muy lejos del desgaste completo. En este razonamiento había dos errores, y cada uno era fatal. El capitalismo no es un sistema nacional sino mundial. La guerra imperialista y sus consecuencias han probado que el régimen capitalista se ha agotado a escala mundial. La revolución en Rusia fue la ruptura del eslabón más débil en el sistema capitalista mundial. 

Pero la falsedad de la concepción menchevique se revela también desde el punto de vista nacional. Admitamos que, ateniéndonos a una abstracción económica, pueda afirmarse que el capitalismo en Rusia no había agotado sus posibilidades. Pero los procesos económicos no tienen lugar en las esferas celestes, sino que se producen en un medio histórico concreto. El capitalismo no es una abstracción: es un sistema vivo de relaciones de clase que, ante todo, tienen necesidad del poder estatal. Los mencheviques no negaban que la monarquía, bajo cuya protección se había formado el capitalismo ruso, había agotado sus posibilidades. La revolución de Febrero intentó establecer un régimen estatal intermedio. Hemos seguido paso a paso su historia: en unos ocho meses este régimen estaba completamente agotado. En tales condiciones, ¿qué orden gubernamental podía asegurar el desarrollo ulterior del capitalismo ruso? 

"La república burguesa, defendida únicamente por los socialistas de tendencias moderadas, que no encontraban apoyo en las masas..., no podía mantenerse. Lo esencial de ella estaba corroído y sólo quedaba la cáscara." Esta justa apreciación pertenece a Miliukov. Según el mismo, la suerte del sistema corroído debía ser la misma que la de la monarquía zarista: "Ambos habían preparado el terreno para la revolución y el día de ésta ninguno de ellos encontró un solo apoyo." 

Miliukov caracterizaba la situación de julio y agosto por una alternativa entre dos nombres: Kornílov o Lenin. Pero Kornílov había hecho ya su juego, que terminó con un lamentable fracaso. En todo caso no había lugar ya para el régimen de Kerenski. Por diversos que fuesen los ánimos, testimonia Sujánov, "no había unidad más que en el odio al kerensquismo". Así como la monarquía zarista se había hecho imposible para las esferas dirigentes de la nobleza, incluidos los grandes duques, el gobierno de Kerenski se hizo odioso para los mismos inspiradores del régimen, los "grandes duques" de los círculos conciliadores. En ese descontento general, en ese agudo malestar político de todas las clases, reside uno de los síntomas más importantes de una situación revolucionaria ya madura. Es así como cada músculo, cada nervio, cada fibra del organismo están intolerablemente tensos cuando un grueso abceso está a punto de abrirse. 

La resolución del Congreso bolchevique de julio, que prevenía a los obreros de los conflictos prematuros, indicaba al mismo tiempo que se haría necesario aceptar la batalla "cuando la crisis de toda la nación y el profundo levantamiento de las masas creasen las condiciones favorables para que los elementos pobres de las ciudades y del campo hagan suya la causa de los obreros". Este momento llegó en septiembre y octubre. 

La insurrección podía contar en adelante con el éxito, puesto que podía apoyarse en una auténtica mayoría popular. Por supuesto, esto no ha de comprenderse formalmente. Si se hubiera abierto previamente un referéndum sobre la cuestión de la insurrección, habría dado resultados extremadamente contradictorios e indecisos. La disponibilidad íntima a apoyar la insurrección no es en absoluto identificable con la facultad de ser consciente de antemano de su necesidad. Además, las repuestas dependerían en gran medida de la forma misma de plantear la cuestión, del órgano que dirijiese la encuesta o, hablando más simplemente, de la clase que se encontrase en el poder. 

Los métodos de la democracia tienen sus límites. Se puede interrogar a todos los viajeros de un tren para saber cuál es el tipo de vagón que mejor conviene, pero no se puede ir a preguntarles a todos para saber si hay que frenar en plena marcha el tren que va a descarrilar. No obstante, si la operación se efectúa con destreza y a tiempo, se podrá contar con seguridad con la aprobación de los viajeros. 

Las consultas parlamentarias al pueblo tienen lugar todas al mismo tiempo; sin embargo, en tiempos de revolución, las diversas capas populares llegan a las mismas conclusiones con un retraso inevitable, a veces muy pequeño. Mientras que la vanguardia arde de impaciencia revolucionaria, las capas atrasadas comienzan únicamente a despertar. En Petrogrado y en Moscú, todas las organizaciones de masas estaban bajo la dirección de los bolcheviques; en la provincia de Tambov, que contaba con más de tres millones de habitantes, es decir, un poco menos que las dos capitales juntas, sólo surgió por primera vez una fracción bolchevique en el soviet poco antes de la revolución de Octubre. 

Los silogismos del desarrollo objetivo no coinciden nunca día a día con los silogismos de la reflexión de las masas. Y cuando, por la marcha de los acontecimientos, se hace urgente una gran decisión práctica, lo último que se podrá hacer es recurrir a un referéndum. Las diferencias de nivel y de consciencia de las diversas capas populares se reducen a través de la acción: los elementos de vanguardia arrastran a los vacilantes y aíslan a los que se resisten. La mayoría no se cuenta, se conquista. La insurrección asciende precisamente cuando no se ve más salida a las contradicciones que la acción directa. 

Aunque incapaz de sacar por sí mismo las deducciones políticas necesarias de su guerra contra los propietarios nobles, el campesinado, por el hecho mismo de su levantamiento agrario, se unía de antemano a la insurrección de las ciudades, la llamaba y la exigía. Expresaba su voluntad, no por una papeleta en blanco, sino por el "gallo rojo" (el incendio): éste era un referéndum más serio. El campesinado ofrecía su apoyo en los límites indispensables para el establecimiento de la dictadura soviética. "Esta dictadura -replicaba Lenin a los indecisos- dará tierra a los campesinos y todos los poderes a los comités campesinos locales: ¿cómo se puede dudar, a menos de volverse loco, de que los campesinos sostendrán esta dictadura?" Para que los soldados, los campesinos, las nacionalidades oprimidas, errando en la tormenta de nieve de las papeletas electorales, conociesen a los bolcheviques en la práctica, era necesario que los bolcheviques tomasen el poder. 

¿Cuál debía ser la relación de fuerzas que permitiese al proletariado conquistar el poder? "En un momento decisivo, sobre un punto decisivo, hay que tener una aplastante superioridad de fuerzas", escribía Lenin más tarde, explicando la insurrección de Octubre; esta ley de los éxitos militares es también la ley del éxito político, sobre todo en esta encarnizada e hirviente guerra de clases que es la revolución. Las capitales y en general los grandes centros comerciales e industriales... deciden en gran parte los destinos políticos del pueblo, por supuesto a condición de que los centros sean apoyados por las fuerzas locales, rurales, aunque este apoyo no llegue inmediatamente." En este sentido dinámico, Lenin hablaba de la mayoría del pueblo e indicaba el único significado real del concepto de mayoría. 

Los adversarios demócratas se consolaban pensando que el pueblo que seguía a los bolcheviques no era más que la materia prima, arcilla moldeable de la historia: el molde serían los demócratas en colaboración con los burgueses instruidos. "¿No comprende esta gente -preguntaba el periódico de los mencheviques- que nunca el proletariado y la guarnición de Petrogrado habían estado tan aislados de las otras capas sociales?" La desgracia del proletariado y de la guarnición consistía en que estaban "aislados" de las clases a las que se disponían a arrebatar el poder. 

En realidad, ¿podía contarse seriamente con la simpatía y el apoyo de las masas ignorantes de la provincia y del frente? Su bolchevismo, escribía desdeñosamente Sujánov, "no era otra cosa que odio a la coalición y ansia por obtener la tierra y la paz". ¡Como si eso no bastase! El odio a la coalición significaba un esfuerzo para arrebatar el poder a la burguesía. El ansia de la tierra y la paz era un programa grandioso que los campesinos y soldados se disponían a realizar bajo la dirección de los obreros. La nulidad de los demócratas, incluso de los que estaban más a la izquierda, procedía de la falta de confianza de los escépticos "instruidos" respecto a esas masas oscuras que captan los fenómenos globalmente, sin entrar en los detalles y los matices . Una actitud intelectual, tan falsamente aristocrática y desdeñosa del pueblo, era extraña al bolchevismo, contraria a su misma naturaleza. Los bolcheviques no eran hombres de manos blancas, amigos del pueblo trabajando en su gabinete, pedantes. No tenían miedo de las capas atrasadas que por primera vez se elevaban de las profundidades. Los bolcheviques tomaban al pueblo tal como lo había hecho la historia, tal como estaba destinado a realizar la revolución. Los bolcheviques consideraban que su misión era colocarse a la cabeza de ese pueblo. Contra la insurrección se pronunciaban "todos" excepto los bolcheviques. Pero los bolcheviques eran el pueblo. 

La fuerza política esencial de la insurrección de Octubre residía en el proletariado, en cuya composición ocupaban el primer lugar los obreros de Petrogrado. A la vanguardia de la capital estaba, por otro lado, el distrito de Viborg. 

El plan de insurrección había escogido este barrio esencialmente proletario como punto de partida para el desarrollo de la ofensiva. 

Los conciliadores de todos los tipos, comenzando por Mártov, intentaron, después de la insurrección, presentar al bolchevismo como una tendencia de simples soldados. La socialdemocracia europea se apoderó alegremente de esa teoría. Se cerraban los ojos ante los hechos históricos fundamentales, a saber: que el proletariado había sido el primero en pasar al bando de los bolcheviques; que los obreros de Petrogrado señalaban el camino a los obreros de todo el país; que las guarniciones y el frente continuaron mucho tiempo apoyando a los conciliadores; que los socialistas revolucionarios y los mencheviques introdujeron en el sistema soviético toda clase de privilegios para los soldados en detrimento de los obreros, lucharon contra el armamento de éstos y excitaron contra ellos a los soldados; que sólo bajo la influencia de los obreros se produjo el cambio en las tropas: que la dirección de los soldados se encontró en manos de los obreros en el momento decisivo y, en fin, que un año más tarde la socialdemocracia alemana, siguiendo el ejemplo de sus correligionarios rusos, se apoyó en los soldados para la lucha contra los obreros. 

Hacia el otoño, los conciliadores de derecha habían perdido ya definitivamente la posibilidad de hablar en las fábricas y en los cuarteles. Pero los de izquierda intentaban todavía persuadir a las masas de que la insurrección era una locura. Mártov, que, al combatir la ofensiva de la contrarrevolución en julio, había encontrado un sendero hacia la conciencia de las masas, volvía ahora a una tarea sin esperanzas. "No podemos estar seguros -reconocía el 14 de octubre en la sesión del Comité ejecutivo central- de que los bolcheviques nos escucharán." Sin embargo, consideraba que su deber era advertir a "las masas". Pero las masas querían acción y no lecciones de moral. Aun en los casos en que escuchaban con relativa paciencia al advertidor conocido, continuaban, como reconoce Mstislavski, "pensando a su manera, como antes". Sujánov cuenta que, bajo un cielo lluvioso, intentó convencer a los obreros de los talleres Putilov de que era posible arreglar todo sin insurrección. Fue interrumpido por voces impacientes. Le escucharon dos o tres minutos y le interrumpieron de nuevo. "Después de varias tentativas, abandoné. Esto no iba bien... y la lluvia nos mojaba cada vez más." Bajo el cielo poco clemente de octubre, los pobres demócratas de izquierda, según sus propias descripciones, parecían polluelos mojados. 

El motivo político favorito de los adversarios "de izquierda" de la insurrección -y se encontraban igualmente en los medios bolcheviques- consistía en señalar la ausencia de combatividad en la base. "El estado de ánimo de los trabajadores y de las masas de soldados -escribían Zinóviev y Kámenev el 11 de octubre- no recuerda en absoluto al que existía antes del 3 de julio." Esto no estaba desprovisto de fundamento; la larga espera había producido una cierta fatiga en el proletariado de Petrogrado. Comenzaba a desesperar hasta de los bolcheviques: ¿también ellos iban a decepcionarlos? El 16 de octubre, Rajia, uno de los bolcheviques más combativos de Petrogrado, de origen finés, decía en la conferencia del Comité central: "Evidentemente, nuestra consigna empieza a retrasarse, ya que dudan que hagamos lo que hemos llamado a hacer." Pero la fatiga de la espera, que daba la impresión de decaimiento, sólo duró hasta la primera señal de combate. 

Atraerse a las tropas es la primera tarea de toda insurrección. Esto se logra principalmente por medio de la huelga general, las demostraciones de masas, las escaramuzas callejeras, los combates de barricadas. La exclusiva originalidad de la insurrección de Octubre, en ninguna parte y nunca alcanzada en un grado tan acabado, consiste en el hecho de que, gracias a un concurso feliz de circunstancias, la vanguardia proletaria consiguió arrastrar a su lado a la guarnición de la capital antes de que comenzase el levantamiento; no solamente a arrastrar, sino a consolidar organizativamente su conquista mediante el mecanismo de la insurrección de Octubre, sin ser completamente consciente de que el problema más importante, que se prestaba más difícilmente a un cálculo previo, había sido resuelto en lo esencial en Petrogrado, antes del comienzo de la lucha armada. 

Eso no significa que la insurrección se hizo superflua. Aunque la aplastante mayoría de la guarnición se colocase al lado de los obreros, la minoría estaba contra los obreros, contra la insurrección, contra los bolcheviques. Esa pequeña minoría se componía de los elementos más cualificados del ejército: el cuerpo de oficiales, los junkers, los batallones de choque y quizá también los cosacos. No se puede conquistar políticamente a estos elementos: había que vencerlos. En su última parte, el problema de la insurrección, que ha entrado en la historia bajo el signo de Octubre, tenía un carácter puramente militar. La solución debía venir, en su última etapa, de los fusiles, de las bayonetas, de las ametralladoras y quizá incluso de los cañones. El partido bolchevique trabajó en este sentido. 
¿Cuáles eran las fuerzas militares del conflicto que se preparaba? Boris Sokolov, que dirigía el trabajo militar del partido socialista revolucionario, cuenta que, en el período que precedió a la insurrección, "todas las organizaciones de partido en los regimientos se habían desintegrado, con la excepción de las bolcheviques, y las circunstancias no eran las mejores para formar otras nuevas. La opinión de los soldados era manifestamente bolchevique, pero su bolchevismo era pasivo y carecían de toda propensión a actuar activamente por las armas". Sokolov no olvida añadir: "Hubieran bastado uno o dos regimientos totalmente fieles y capaces de combatir para tener en jaque a toda la guarnición." Decididamente, todos, desde los generales monárquicos a los intelectuales "socialistas", carecían "de uno o dos regimientos" contra la revolución proletaria. Pero lo que es cierto es que la guarnición, en su inmensa mayoría hostil al gobierno, ni era capaz de batirse, ni se alineó junto a los bolcheviques. La causa de esto residía en la ruptura entre la antigua estructura militar de las tropas y su nueva estructura política. La espina dorsal de una formación combativo de tropas está constituida por el mando. Este estaba contra los bolcheviques. Desde el punto de vista político, la espina dorsal de la tropa eran los bolcheviques. Sin embargo, no solamente no sabían mandar, sino que en la mayor parte de los casos casi no sabían servirse de las armas. La masa de los soldados no era homogénea. Los elementos activos, combativos, formaban -como siempre- una minoría. La mayoría de los soldados simpatizaba con los bolcheviques, votaba por ellos, los elegía, pero no esperaba de ellos una solución. Los elementos hostiles a los bolcheviques entre las tropas eran demasiado insignificantes para atreverse a alguna iniciativa. La opinión política de la guarnición era así excepcionalmente favorable a una insurrección. Pero, desde el punto de vista combativo, estaba claro de antemano que no tenía un peso importante. 

Sin embargo, hubiera sido erróneo no contar con la guarnición en los cálculos de las operaciones militares. Millares de soldados dispuestos a luchar al lado de la revolución estaban diseminados en una masa más pasiva, y precisamente por eso la arrastraban en mayor o menor medida. Diversos contingentes, de composición más escogida, guardaban la disciplina y su capacidad de combate. Existían sólidos núcleos revolucionarios en todas las formaciones. En el 6.º Batallón de reserva, que contaba aproximadamente con diez mil hombres, de cinco compañías, la primera se distinguía siempre, habiendo adquirido casi desde el comienzo de la revolución reputación de bolchevique y se mostró digna de ello en las jornadas de Octubre. En término medio, los regimientos de la guarnición, en realidad, no existían en tanto que tales, ya que, dislocado el mecanismo de su dirección, eran incapaces de un gran esfuerzo militar; pero a pesar de ello eran aglomeraciones de hombres armados, la mayoría de los cuales estaban ya fogueados. Todos los contingentes estaban ligados por un único y mismo estado de ánimo: derribar cuanto antes a Kerenski, volver a los hogares y proceder a la reforma agraria. Así, la guarnición, completamente disgregada, estrechó filas una vez más durante las jornadas de Octubre para llevar a cabo un impresionante estrépito de armas antes de disolverse definitivamente. 

¿Qué fuerza constituían, desde el punto de vista militar, los obreros de Petrogrado? Esta cuestión concierne a la Guardia roja. Ha llegado el momento de hablar de esto con más detalle: en las próximas jornadas está destinada a comprometerse en la gran arena de la historia. 

La guardia obrera, cuyas tradiciones se remontan al año 1905, renació con la revolución de Febrero y compartió después las vicisitudes de esta última. Kornílov, entonces comandante en jefe de la región militar de Petrogrado, afirmaba que los depósitos de artillería habían dejado escapar, durante las jornadas del derrocamiento de la monarquía, treinta mil revólveres y cuarenta mil fusiles. Además, una considerable cantidad de armas cayó en las manos del pueblo a consecuencia del desarme de la policía y gracias a los regimientos simpatizantes. Nadie respondió cuando se exigió la restitución de las armas. La revolución enseña que hay que hacer caso de un fusil. Los obreros organizados sólo pudieron procurarse una parte muy pequeña de esta ganga. 

El problema de la insurrección no se planteó a los obreros durante los cuatro primeros meses. El régimen democrático de la dualidad de poderes abría a los bolcheviques la posibilidad de conquistar la mayoría en los soviets. Las compañías [drujini] obreras de francotiradores constituían uno de los elementos de la milicia democrática. Pero todo esto era más bien en la forma que en el fondo. Un fusil en manos de un obrero significa un principio histórico bien distinto que en las manos de un estudiante. 

El hecho de que los obreros poseyesen armas inquietó desde un principio a las clases dominantes, ya que de esta forma se desplazaban bruscamente la relación de fuerzas en las fábricas. En Petrogrado, donde el aparato estatal, apoyado por el Comité ejecutivo central, representaba al comienzo una fuerza indiscutible, la milicia obrera no parecía aún tan amenazadora. Pero en las regiones industriales de provincia, el reforzamiento de la guardia obrera indicaba la subversión de todas las relaciones, no sólo en el interior de la empresa, sino también mucho más en sus alrededores. Los obreros armados destituían a los contramaestres, a los ingenieros e incluso los detenían. Por decisión de las asambleas de fábrica, los guardias rojos eran frecuentemente pagados con los fondos de las empresas. En el Ural, con ricas tradiciones de lucha guerrillera en 1905, las compañías de francotiradores obreros imponían el orden bajo la dirección de los antiguos militantes. Los obreros armados liquidaron casi imperceptiblemente el poder oficial, sustituyéndolo por los órganos soviéticos. El sabotaje practicado por los propietarios y los administradores imponía a los obreros la necesidad de proteger las empresas: máquinas, depósitos, reservas de carbón y materias primas. Los papeles estaban invertidos. El obrero estrechaba sólidamente los puños sobre su fusil para defender la fábrica, en la cual veía la fuente misma de su poder. De este modo, los elementos de la dictadura obrera se constituían en las empresas y los distritos, aun antes de que el proletariado en su totalidad se hubiese apoderado del poder estatal. 

Los conciliadores, que reflejan como siempre las aprehensiones de los propietarios, se oponían con todas sus fuerzas al armamento de los obreros de la capital, reduciéndolo al mínimo. Según Minichev, todo el armamento del distrito de Narva se componía "de una quincena de fusiles y de algunos revólveres". Durante este tiempo se multiplicaban los asaltos y los actos de violencia en la ciudad. De todas partes llegaban rumores alarmantes que anunciaban nuevas sacudidas. En vísperas de la manifestación de julio se esperaba ver el distrito incendiado. Los obreros buscaban armas golpeando en todas las puertas, y a veces las derribaban. 

De la manifestación del 3 de julio, los obreros de Putilov volvieron con un trofeo: una ametralladora con cinco cajas de cartuchos. "Estábamos contentos como niños" -cuenta Minichev. Según Lichkov, los obreros de su fábrica poseían ochenta fusiles y veinte grandes revólveres. ¡Toda una riqueza! Del Estado Mayor de la Guardia roja obtuvieron dos ametralladoras; una fue establecida en el refectorio y otra en el desván. "Nuestro jefe -cuenta Lichkov- era Kocherovski, y sus adjuntos más próximos eran Tomchak, asesinado por los guardias blancos durante las jornadas de Octubre en Tsarkoie Selo, y Yefímov, fusilado por las bandas de blancos en Yamburg." Estas líneas parsimoniosas permiten echar un vistazo al interior del laboratorio de las fábricas donde se formaban los cuadros de la insurrección de Octubre y del futuro Ejército rojo, donde se seleccionaban, se habituaban a mandar y se forjaban los Tomchak, los Yefímov, cientos y miles de obreros anónimos que, tras conquistar el poder, lo defendieron intrépidamente contra el enemigo y cayeron, después, en todos los campos de batalla. 

Los acontecimientos de Julio modifican inmediatamente la situación de la Guardia roja. El desarme de los obreros se efectúa ya abiertamente y no por la persuasión, sino por el empleo de la fuerza. Bajo la apariencia de entregar las armas, los obreros sólo entregan los desechos. Todo lo que vale algo es cuidadosamente escondido. Los fusiles son repartidos entre los miembros seguros del partido. Las ametralladoras se entierran cubiertas de grasa. Los destacamentos de la guardia se repliegan y pasan a la clandestinidad, uniéndose más estrechamente a los bolcheviques. 

La tarea del armamento de los obreros estaba concentrada en un principio en los comités de fábrica y los comités de distrito del partido. Restablecida después del aplastamiento de Julio, la Organización militar de los bolcheviques, que hasta entonces sólo había trabajado entre la guarnición y en el frente, se ocupó por primera vez de instruir a la Guardia roja procurando instructores a los obreros y, en algunos casos, armas. La perspectiva de la insurrección armada indicada por el partido inclina imperceptiblemente a los obreros avanzados a dar otro sentido a la Guardia roja. Ya no es la milicia de las fábricas y de los barrios obreros, sino que son los cuadros del futuro ejército de la insurrección. 

Durante el mes de agosto se hicieron más frecuentes los incendios en los talleres y las fábricas. Cada una de las crisis que se suceden va precedida de una convulsión en la conciencia colectiva, que envía delante de ella una onda alarmante. Los comités de fábrica trabajan intensamente para proteger a las empresas contra los atentados. Se sacan los fusiles escondidos. El levantamiento de Kornílov legaliza definitivamente a la Guardia roja. En las compañías obreras se inscriben alrededor de veinticinco mil hombres, pero en realidad ni remotamente se les puede armar de fusiles, ni tan siquiera de ametralladoras. De la fábrica de pólvora de Schluselburg, los obreros conducen por el Neva una barca llena de granadas y explosivos: ¡contra Kornílov! El Comité ejecutivo central de los conciliadores rechaza este don de los "griegos". Los hombres de la Guardia roja del distrito de Viborg distribuyeron durante la noche, en los barrios, esos peligrosos regalos. 

"La instrucción referente al arte del manejo del fusil, que antes se hacía en habitaciones y tugurios -cuenta el obrero Skorinko-, se hacía ahora al aire libre, en los jardines y en las avenidas." "El taller se transforma en plaza de armas -afirma en sus recuerdos el obrero Rakitov. Ante los tornos, los fresadores tienen la mochila en la bandolera y el fusil sobre la máquina." Pronto todos los del taller donde se fabrican bombas se inscribían en la guardia, salvo los viejos socialistas revolucionarios y los mencheviques. Después de la señal de la sirena, se reúnen todos para hacer ejercicio. "Se codean el obrero barbudo y el pequeño aprendiz, mientras que ambos escuchan atentamente a su instructor." Mientras que se dislocaban definitivamente las antiguas tropas del zar, en las fábricas se asentaban las bases del futuro Ejército rojo. 

Una vez sobrepasado el peligro de Kornílov, los conciliadores obstaculizaron la ejecución de sus compromisos: sólo entregaron trescientos fusiles a los treinta mil obreros de Putilov. Pronto cesó completamente el suministro de armas: el peligro no provenía ahora de la derecha, sino de la izquierda; había que buscar protección no en los proletarios, sino en los junkers. 

La ausencia de un fin práctico inmediato y la insuficiencia del armamento dieron lugar a un reflujo de obreros que abandonaron la Guardia roja. Pero esto sólo fue un corto decaimiento. En cada acometida se había formado el suficiente número de cuadros esenciales. Se establecieron sólidos lazos entre las diferentes compañías obreras. Los cuadros saben por experiencia que existen considerables reservas y que en el momento de peligro deben ser puestas en pie. 

El paso del Soviet a manos de los bolcheviques modifica radicalmente la situación de la Guardia roja. Perseguida o tolerada hasta entonces, se transforma en un órgano oficial del Soviet, que ya extiende su brazo hasta el poder. Frecuentemente los obreros pueden procurarse armas y sólo piden al Soviet una autorización. Desde finales de septiembre, y sobre todo después del 10 de octubre, los preparativos de la insurrección se plantean abiertamente en el orden del día. Un mes antes del levantamiento, se realizan intensivamente ejercicios militares, especialmente de tiro, en decenas de fábricas de Petrogrado. Hacia mediados de octubre aumenta todavía más el interés por el manejo de las armas. En algunas empresas se inscriben casi todos en las compañías. 
Los obreros reclaman cada vez más impacientemente las armas del Soviet, pero hay infinitamente menos fusiles que manos tendidas para recibirlos. "Yo iba diariamente al Smolni -cuenta el ingeniero Kozmin- y veía a los obreros y marineros acercarse a Trotsky, ofreciéndole o pidiéndole armas para los obreros, informándole de la distribución de esas armas y preguntándole: ¿Cuándo comenzará esto? La impaciencia era grande..." 

Formalmente, la Guardia roja sigue siendo independiente de los partidos. Pero cuanto más próximo está el desenlace, tanto más los bolcheviques están en primer plano: constituyen el núcleo de cada compañía, tienen en sus manos el aparato de mando y el enlace con las otras empresas y distritos. Los obreros sin partido y los socialistas revolucionarios de izquierda siguen a los bolcheviques. 

Sin embargo, aun en vísperas de la insurrección, las filas de la Guardia roja son poco numerosas. El 16, Uritski, miembro del Comité central bolchevique, estimaba que el ejército obrero de Petrogrado se componía de cuarenta mil bayonetas. La cifra es más bien exagerada. Los recursos en armamento seguían siendo muy limitados: por débil que fuese el gobierno, no se podían ocupar los arsenales sin lanzarse por el camino de la insurrección. 

El 22 tuvo lugar la conferencia de la Guardia roja de toda la ciudad: un centenar de delegados representaban aproximadamente a veinte mil combatientes. La cifra no debe ser tomada muy a la letra: no todos los inscritos se mostraron activos; en cambio, numerosos voluntarios acudieron a los destacamentos en los momentos de peligro. Los estatutos adoptados al día siguiente por la conferencia definen a la Guardia roja como "la organización de las fuerzas armadas del proletariado para combatir a la contrarrevolución y defender las conquistas de la revolución". Notemos esto: veinticuatro horas antes de la insurrección, el problema se define en términos defensivos y no ofensivos. 

La formación de base es una decuria; cuatro decurias constituyen una sección; tres secciones forman una compañía; tres compañías, un batallón. Con el mando y los contingentes especiales, el batallón cuenta con más de quinientos hombres. Los batallones de distrito constituyen un destacamento. En las grandes fábricas como Putilov organizan destacamentos autónomos. Los equipos especiales de técnicos -zapadores, automovilistas, telegrafistas, ametralladoristas, artilleros- unas veces están encolados en sus empresas respectivas como adjuntos a los destacamentos de infantería y otras veces operan independientemente, según el tipo de tarea a realizar. Todos los mandos son electivos. Esto no supone ningún riesgo: todos son voluntarios y se conocen bien entre ellos. 

Las obreras crean destacamentos de ambulancias. En la fábrica de material para los hospitales militares se anuncian cursos para enfermeras. "En casi todas las fábricas -escribe Tatiana Graf- hay ya servicios regulares de obreras que trabajan como ambulancistas, provistas del material sanitario indispensable." La organización es extremadamente pobre en recursos pecuniarios y técnicos. Poco a poco, los comités de fábrica envían material para las ambulancias y los cuerpos francos. Durante las horas de la insurrección, estas débiles células se desarrollaron rápidamente; pronto tuvieron a su disposición considerables recursos técnicos. El 4, el Soviet del barrio de Viborg prescribe lo siguiente: "Requisar inmediatamente todos los automóviles... Inventariar todo el material sanitario para ambulancias y establecer servicios de guardia en estas últimas." 

Un número creciente de obreros sin partido se incorporaban a los ejercicios de tiro y de maniobra. Aumentaba el número de los cuerpos de la guardia. En las fábricas, la guardia era asegurada día y noche. Los Estados Mayores de la Guardia roja se instalaban en locales más espaciosos. El 23 se procedió al examen de conocimientos de los guardias rojos de la fábrica de cartuchos. Un menchevique intentó hablar contra el levantamiento, pero su tentativa fue ahogada bajo una tempestad de indignación: "¡Basta, ya ha pasado el tiempo de las discusiones!" Es tan irresistible el movimiento, que se apodera incluso de los mencheviques. "Se enrolan en la Guardia roja -cuenta Tatiana Graf-, participan en todos los servicios de mando y hasta muestran iniciativa." Skorinko describe el modo en que, el día 23, socialistas revolucionarios y mencheviques, jóvenes y viejos, fraternizaron con los bolcheviques dentro del destacamento, y cómo él mismo abrazó con alegría a su padre, obrero de la misma fábrica. El obrero Peskovoy cuenta: en el destacamento armado "había jóvenes obreros, de dieciséis años aproximadamente, y viejos de hasta la cincuentena". La mezcla de edades añadía "ímpetu y espíritu combativo". El barrio de Viborg se preparaba a la batalla con un ardor muy particular. Se toman las llaves de los puentes móviles que pasan por el arrabal, se estudian los puntos vulnerables del barrio, se elige un Comité militar revolucionario, y los comités de fábrica restablecen sus permanencias. Kaiurov escribe con legítimo orgullo sobre los obreros de Viborg: "Han sido los primeros en entrar en lucha contra la autocracia, los primeros en establecer en su distrito la jornada de ocho horas, los primeros en salir en armas para protestar contra los diez ministros capitalistas, los primeros en protestar, el 7 de julio, contra las persecuciones infligidas a nuestro partido, y no han sido ,los últimos en la jornada decisiva del 25 de octubre." ¡La verdad es la verdad! 

La historia de la Guardia roja es en gran medida la historia de la dualidad de poderes: ésta, por sus contradicciones internas y sus conflictos, facilitaba a los obreros la creación de una importante fuerza armada desde antes de la insurrección. Es una tarea prácticamente irrealizable, al menos por el momento, calcular el número de destacamentos obreros que existían en todo el país en el momento de la insurrección. En todo caso, decenas y decenas de miles de obreros armados constituían los cuadros de la insurrección. Las reservas eran casi inagotables. 

Evidentemente, la organización de la Guardia roja estaba muy lejos de ser perfecta. Todo se hacía apresuradamente, en bloque, no siempre con destreza. La mayor parte de los guardias rojos estaban mal preparados, los servicios de enlace marchaban mal, los avituallamientos no eran muchos, el cuerpo de ambulancias no estaba todavía dispuesto. Pero, completada con los obreros más capaces de sacrificio, la Guardia roja ardía de deseos de llevar esta vez la lucha hasta final. Y esto es lo que decidió el asunto. 

La diferencia entre los destacamentos obreros y los regimientos campesinos no estaba únicamente determinada por la composición social de unos y otros. Un gran número de soldados campesinos, habiendo regresado de nuevo a sus aldeas y habiéndose repartido la tierra de los propietarios, combatirán desesperadamente contra los guardias blancos, primero en los destacamentos de guerrilleros y después en el Ejército rojo. Independientemente de la diferencia social, existe otra, que es más inmediata: mientras que la guarnición es un conglomerado coactivo de viejos soldados refractarios a la guerra, los destacamentos de la Guardia roja son de reciente formación, por selección individual, sobre nuevas bases y con nuevos objetivos. 

El Comité militar revolucionario dispone todavía de una tercer arma: los marinos del Báltico. Por su composición social, su medio, es mucho más próximo a los obreros que la Infantería. Entre ellos hay un gran número de obreros de Petrogrado. El nivel político de los marinos es infinitamente más elevado que el de los soldados. A diferencia de los reservistas, poco combativos y que habían olvidado el uso del fusil, los marinos no habían interrumpido el servicio efectivo. 

Para las operaciones activas, se podía confiar firmemente en los comunistas armados, en los destacamentos de la Guardia roja, en la vanguardia de los marinos y en los regimientos mejor conservados. Los elementos de este conglomerado militar se completaban entre sí. La numerosa guarnición no tenía mucha voluntad de lucha. Los destacamentos de marinos no eran muy numerosos. A la Guardia roja le faltaba experiencia. Los obreros, con los marinos, aportaban energía, audacia, ímpetu. Los regimientos de la guarnición constituían una reserva poco móvil que imponía por su número y aplastaba por la masa. 

En el contacto cotidiano con los obreros, los soldados y los marinos, los bolcheviques se daban cuenta claramente de las profundas diferencias cualitativas entre los elementos del ejército que debían conducir al combate. Sobre el cálculo de esas diferencias se basó en buena parte la elaboración del plan mismo de la insurrección. 

La fuerza social del otro campo estaba constituida por las clases dominantes. Ello determinaba su debilidad militar. ¿Cuánto y dónde se habían batido los importantes personajes del capital, de la prensa, de las cátedras universitarias? Tenían la costumbre de informarse por teléfono o telégrafo del resultado de los combates en los que se decidió su propia suerte. ¿La joven generación, los hijos, los estudiantes? Casi todos eran hostiles a la insurrección de Octubre. Pero la mayor parte de ellos, como sus padres, esperaban a distancia el resultado de los combates. Una parte se adhirió más tarde a los oficiales y a los junkers, que ya antes eran reclutados en gran parte entre los estudiantes. Los propietarios no tenían al pueblo con ellos, Los obreros, soldados y campesinos se habían vuelto contra ellos. El derrumbe de los partidos conciliadores mostraba que las clases dominantes se habían quedado sin ejército. 

La importancia de los raíles en la vida de los Estados modernos hacía que la cuestión de los ferroviarios ocupase un lugar dominante en los cálculos políticos de ambos campos. La composición jerárquica del personal ferroviario abría posibilidades de una extrema heterogeneidad política, creando así condiciones favorables para los diplomáticos conciliadores. El "Vikjel" (comité ejecutivo panruso de los ferroviarios), que se había formado tardíamente, tenía raíces mucho más sólidas entre los empleados e incluso entre los obreros que, por ejemplo, los comités del ejército en el frente. Sólo una minoría de los ferroviarios seguía a los bolcheviques, principalmente en los depósitos y talleres. Según el informe de Schmidt, uno de los dirigentes bolcheviques del movimiento sindical, los ferroviarios más próximos al partido eran los de las redes de Petrogrado y Moscú. 

Pero también en la masa de empleados y obreros conciliadores, la huelga ferroviaria de septiembre produjo un brusco viraje hacia la izquierda. El descontento provocado por el "Vikjel", que se había comprometido con sus zig-zags, era cada vez más resuelto. Lenin señalaba que "los ejércitos de ferroviarios y de empleados de Correos continúan en agudo conflicto con el gobierno". Esto era casi suficiente ya desde el punto de vista de los problemas inmediatos de la insurrección. 

La situación era menos favorable en la administración de Correos y Telégrafos. Según el bolchevique Boki, "los aparatos telegráficos están custodiados, sobre todo por kadetes". Pero aun aquí, el personal inferior se oponía con hostilidad a la jerarquía. Entre los carteros había un grupo dispuesto a apoderarse del correo en el momento favorable. 

Era inútil soñar en convencer a todos los ferroviarios y empleados de Correos únicamente con palabras. Si hubiesen vacilados los bolcheviques, habrían dominado los kadetes y los dirigentes conciliadores. Si la dirección revolucionaria actuaba resueltamente, la base debía arrastrar tras ella a las capas intermedias, aislando a los dirigentes del "Vikjel". La estadística no es suficiente en los cálculos de la revolución: es necesario el coeficiente de la acción viva. 

Los adversarios de la insurrección, incluso en las mismas filas del partido bolchevique, encontraban sin embargo bastantes motivos para sus deducciones pesimistas. Zinóviev y Kámenev advertían que no había que subestimar las fuerzas del adversario. "Petrogrado decide, pero en Petrogrado los enemigos disponen de fuerzas importantes: cinco mil junkers perfectamente armados y que saben batirse; un Estado Mayor; batallones de choque, cosacos; y una parte importante de la guarnición, más una muy considerable artillería dispuesta en abanico alrededor de Piter. Además, es casi seguro que los adversarios intentarán traer tropas del frente con la ayuda del Comité ejecutivo central..." Esta enumeración es imponente, pero sólo es una enumeración. Si en su conjunto el ejército es una aglomeración social, cuando se escinde abiertamente, los dos ejércitos son conglomerados de campos opuestos. El ejército de los poseedores llevaba adentro el gusano del aislamiento y de la disgregación. 

Después de la ruptura de Kerenski con Kornílov, los hoteles, los restaurantes y los garitos estaban repletos de oficiales hostiles al gobierno. Sin embargo, su odio contra los bolcheviques era infinitamente más vivo. Según la regla general, Inactividad más intensa en favor del gobierno se manifestaba por parte de los oficiales monárquicos. "Queridos Kornílov y Krímov, lo que no habéis podido hacer quizá lo consigamos nosotros si Dios nos ayuda..." Tal es la invocación del oficial Sinegub, uno de los más valerosos defensores del Palacio de Invierno el día de la insurrección. Pero no hubo más que raras unidades que se mostraron realmente dispuestas a la lucha, aunque el cuerpo de oficiales era muy numeroso. Ya el complot de Kornílov había mostrado que el cuerpo de oficiales, profundamente desmoralizado, no constituía una fuerza combativa. 

La composición social de los junkers es heterogénea y no hay unanimidad entre ellos. Junto a los militares por herencia, hijos y nietos de oficiales, hay buen número de elementos adventicios, reclutados por las necesidades de la guerra ya en tiempos de la monarquía. El jefe de la escuela de ingeniería dice a un oficial, "Tú y yo estamos condenados... ¿Acaso no somos nobles? ¿Podemos razonar de otra forma?" A los junkers de origen democrático, estos señores vanidosos, que habían esquivado con éxito una muerte noble, los consideran palurdos, mujiks, "de rasgos groseros y obtusos". En el interior de las escuelas de los junkers hay una línea profundamente trazada que separa a los hombres de sangre roja de los de sangre azul, y los más celosos en la defensa del poder republicano son precisamente los que más añoran la monarquía. Los junkers demócratas declaran que no están con Kerenski ni con el Comité ejecutivo central. La revolución había abierto por primera vez las puertas de las escuelas de los junkers a los judíos. Al esforzarse para estar a la altura de los privilegiados, los hijos de familia de la burguesía judía manifestaban un espíritu extremadamente belicoso contra los bolcheviques. Desgraciadamente, esto no bastó para salvar al régimen y ni siquiera para defender el Palacio de Invierno. La composición heterogénea de las escuelas militares y su completo aislamiento del ejército daban como resultado que en las horas críticas también los junkers comenzasen a tener sus mítines: ¿qué harán los cosacos? ¿Se moverán otras fuerzas aparte de nosotros? Y en general, ¿valía la pena batirse por el gobierno provisional? 

Según el informe de Podvoiski, a principios de octubre había unos ciento veinte junkers socialistas en las escuelas militares de Petrogrado, de los cuales cuarenta y dos o cuarenta y tres eran bolcheviques. "Los junkers dicen que todo el mundo de las escuelas es contrarrevolucionario. Se les prepara ostensiblemente para aplastar el levantamiento en caso de manifestaciones..." Como puede verse, el número de socialistas, y sobre todo de bolcheviques, es completamente insignificante. Pero da la posibilidad al Smolni de conocer lo esencial de lo que ocurre dentro de los junkers. Por lo demás, toda la topografía de las escuelas militares es sumamente desventajosa: los junkers están diseminados por los cuarteles y, aunque hablen con desdén de los soldados, los consideran con suma aprehensión. 

Sus temores están muy suficientemente motivados. Miles de miradas hostiles observan a los junkers desde los cuarteles vecinos y los barrios obreros. La vigilancia es tanto más efectiva cuanto que en cada escuela hay un destacamento de soldados que en palabras conservan la neutralidad, pero que de hecho se inclinan a favor de los insurrectos. Los arsenales de las escuelas están en manos de los soldados rasos. "Estos tunantes -escribe un oficial de la escuela de ingeniería- no sólo han perdido las llaves del depósito, de tal forma que me he visto obligado a derribar la puerta, sino que además habían quitado los cerrojos a las metralletas y los habían escondido vaya a saberse dónde." En semejantes circunstancias, es difícil esperar de los junkers milagros de heroísmo. 

¿Estaba amenazada la insurrección de Petrogrado de un golpe desde fuera, de las guarniciones vecinas? Durante los últimos días de su existencia, la monarquía no había cesado de confiar en el pequeño anillo de tropas que rodeaba a la capital. La monarquía había calculado mal. Pero, ¿qué sucedería esta vez? Asegurarse de condiciones que excluyesen todo peligro, era hacer inútil la insurrección: su función es precisamente romper los obstáculos que no se pueden eliminar por la política. No sé puede calcular todo de antemano. Pero todo lo que se podía prever fue calculado. 

A principios de octubre tuvo lugar en Cronstadt la Conferencia de los soviets de la provincia de Petrogrado. Los delegados de las guarniciones de las afueras -de Gachina, de Tsarkoie-Selo, de Krasnoie-Selo, de Oranienbaum, de Cronstadt mismo- dieron la nota más alta, según el diapasón de los marinos del Báltico. Su resolución fue apoyada por el Soviet de los diputados campesinos de la provincia de Petrogrado: los mujiks, sobrepasando a los socialistas revolucionarios de izquierda, se inclinaban vivamente hacia los bolcheviques. 

En la conferencia del Comité central del día 16, el obrero Stepanov trazó un cuadro bastante abigarrado del estado de fuerzas en la provincia, pero en el que dominaban netamente los tonos del bolchevismo. En Sestroretsk y en Kolpino, los obreros se arman y el ánimo es de batalla. En Novi-Peterhof ha cesado el trabajo en el regimiento, está desorganizado. En Krasnoie-Selo, el regimiento número 176 (el mismo que había montado la guardia ante el palacio de Táurida el 4 de julio) y el número 172 están del lado del bolchevismo; "pero, además, está la Caballería". En Luga, la guarnición, de treinta mil hombres, se ha pasado al banco del bolchevismo, una parte todavía duda; el Soviet es partidario aún de la defensa nacional. En Gdova, el regimiento es bolchevique. En Cronstadt había decaído el ánimo; la ebullición de las guarniciones había sido demasiado fuerte en los meses precedentes y los mejores elementos de la marinería se encontraban en la flota para las operaciones de guerra. En Schluselburg, a sesenta verstas de Petrogrado, el soviet se había transformado desde hacía tiempo en el único poder; los obreros de la fábrica de pólvora estaban dispuestos a apoyar a la capital en cualquier momento. 

Si se combinan con los resultados de la Conferencia de los soviets de Cronstadt, los datos sobre las reservas de primera línea pueden ser considerados muy alentadores. Las ondas que emanaban de la insurrección de Febrero fueron suficientes para disolver la disciplina en una esfera muy amplia. Ahora se puede tener, por tanto, más confianza en las guarniciones más próximas a la capital, ya que sus tendencias son suficientemente conocidas de antemano. 

A las reservas de segunda línea pertenecen las tropas de los frentes de Finlandia y del norte. Allí el asunto se presenta de forma aun más favorable. El trabajo de Smilga, de Antónov, de Dibenko dio frutos inapreciables. Con la guarnición de Helsingfors, la flota se transformó, sobre el territorio de Finlandia, en un poder soberano. El gobierno no tenía allí ninguna autoridad. Dos divisiones de cosacos llevadas a Helsingfors -Kornílov las había destinado a dar un golpe sobre Petrogrado- habían tenido tiempo de ligarse estrechamente a los marinos y apoyaban a los bolcheviques o a los socialistas revolucionarios de izquierda, que en la flota del Báltico se distinguían muy poco de los bolcheviques. 

Helsingfors tendió la mano a los marinos de la base de Reval, menos decididos hasta entonces. El Congreso regional de los soviets del norte, cuya iniciativa, al parecer, pertenecía también a la flota del Báltico, agrupó a los soviets de las guarniciones más próximas a Petrogrado en un círculo tan amplio que englobó por una parte a Moscú y por otra a Arjangelsk. "De este modo -escribe Antónov- se realizaba la idea de blindar a la capital de la revolución contra los posibles ataques de las tropas de Kerenski." Smilga volvió del congreso a Helsingfors para preparar un destacamento especial de marinos, de infantería y artillería, destinado a ser enviado a Petrogrado a la primera señal. El ala finlandesa era una de las mejores garantías de la insurrección de Petrogrado. De ahí podía esperarse no un golpe sino una ayuda seria. 

Pero también en otros sectores del frente las cosas iban muy bien, y en todo caso mucho mejor que lo que se imaginaban los bolcheviques más optimistas. Durante el mes de octubre hubo nuevas elecciones de comités en el ejército y en todas partes con un notable cambio a favor de los bolcheviques. En el cuerpo acantonado en Dvinsk, "los viejos soldados razonables" fueron todos totalmente marginados en las elecciones para comités de regimiento y compañía; sus puestos fueron ocupados por "oscuros e ignorantes sujetos... de ojos irritados, centelleantes y gargantas de lobo". En otros sectores ocurrió lo mismo. "Por todas partes se realizan nuevas elecciones para los comités y en todas partes son elegidos únicamente bolcheviques y derrotistas." Los comisarios del gobierno empezaban a evitar las misiones en los regimientos: "En estos momentos, su situación no es mejor que la nuestra." Citamos aquí al barón Budberg. Dos regimientos de caballería de su cuerpo, húsares y cosacos del Ural, que habían permanecido durante más tiempo que otros en manos de sus jefes y no se habían negado a aplastar los motines, cedieron súbitamente y exigieron "que se dispensase de toda función punitiva o de gendarme". El sentido amenazador de esta advertencia era más claro para el barón que para cualquier otro. "No se puede tener a raya a una jauría de hienas, de chacales y de carneros tocando el violín -escribía-... la única solución está en la aplicación a gran escala del hierro candente." Y aquí, con una confesión trágica: "Este hierro falta y no se sabe dónde encontrarlo." 

Si no mencionamos testimonios análogos de otros cuerpos y divisiones, únicamente es porque sus jefes no eran tan observadores como Budberg o porque no redactaban diarios íntimos, o porque esos diarios no han salido aún a la superficie. Pero el Cuerpo del ejército acantonado en Dvinsk no se distinguía en nada especial, si no es por el coloreado estilo de su jefe, de otros cuerpos del V Ejército, el cual, por otra parte, sólo llevaba una escasa ventaja a los otros contingentes. 

El Comité conciliador del V Ejército, que había quedado en suspenso desde hacía tiempo, continuaba expidiendo telegramas a Petrogrado, en los que amenazaba con restablecer el orden en la retaguardia por la bayoneta. "Todo esto no son más que fanfarronadas, viento", escribe Budberg. El Comité vivía, sus últimos días. El día 23 fue reelegido. El presidente del nuevo comité bolchevique fue Sklianski, joven y excelente organizador, que pronto dio toda la magnitud de su talento en el terreno de la formación del Ejército rojo. 

El 22 de octubre, el adjunto del comisario gubernamental del frente norte comunicaba al comisario de Guerra que las ideas del bolchevismo tenían un éxito cada vez más creciente en el ejército, que las masas querían la paz y que hasta la Artillería, que había resistido hasta el último momento, se había hecho "accesible" a la propaganda derrotista. Este era también un síntoma importante. "El gobierno provisional no goza de ninguna autoridad", así se expresa en un informe al gobierno uno de sus agentes directos en el ejército, tres días antes de la insurrección. 
Es cierto que el Comité militar revolucionario no conocía entonces todos estos documentos. Pero lo que sabía era más que suficiente. El 23, los representantes de los diversos contingentes del frente desfilaron ante el Soviet de Petrogrado reclamando la paz: en caso contrario, las tropas se lanzarían contra la retaguardia y "exterminarían a todos los parásitos que se disponen a guerrear otros diez años más". Tomad el poder, decían al Soviet las gentes del frente: "las trincheras os apoyarán". 

En los frentes más alejados y atrasados, sudoeste y rumano, los bolcheviques eran todavía raros, seres extraños. Pero también allí eran las mismas las tendencias que se manifestaban entre los soldados. Eugenia Boch cuenta que en el segundo cuerpo de la Guardia, acantonado en los alrededores de Jmerinka, de sesenta mil soldados, apenas si había un joven comunista y dos simpatizantes; lo cual no impidió que el cuerpo partiese para defender a la insurrección en las jornadas de Octubre. 

Hasta el último momento, los círculos gubernamentales depositaron su confianza en las tropas cosacas, pero, menos ciegos, los políticos burgueses de derechas comprendían que también allí se presentaban muy mal las cosas. Los oficiales cosacos eran casi todos kornilovianos. Los cosacos rasos tendían siempre más hacia la izquierda. Esto no se comprendió durante mucho tiempo en el gobierno, que estimaba que la frialdad de los regimientos cosacos ante el Palacio de Invierno provenía del agravio infligido a Kaledin. Pero, finalmente, resultó claro, incluso para el ministro de Justicia, Maliantovich, que Kaledin "sólo tenía con él a los oficiales cosacos, mientras que los cosacos rasos, como los demás soldados, se inclinaban simplemente hacia el bolchevismo". 
De aquel frente que, en los primeros días de marzo besaba manos y pies al sacrificador liberal, que llevaba en triunfo a los ministros kadetes, se embriagaba con los discursos de Kerenski y creía que los bolcheviques eran agentes de Alemania, no quedaba nada. Las rosadas ilusiones quedaban pisoteadas en el fango de las trincheras que los soldados se negaban a seguir midiendo con sus botas agujereadas. "El desenlace se acerca -escribía el mismo día de la insurrección de Petrogrado Budberg- y no puede haber ninguna duda sobre su desenlace; en nuestro frente no hay ya un solo contingente... que no esté en poder de los bolcheviques."



http://www.marxists.org/espanol/trotsky/1930s/histrev2/hoja20.htm





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