Por León Trotsky
La historia del Sóviet de Diputados Obreros de San Petersburgo es la historia de cincuenta días.
El 13 de octubre la asamblea constituyente del sóviet se reunió por primera vez. El 3 de diciembre la sesión del sóviet fue interrumpida por los soldados del gobierno.
En la primera sesión no había más que varias docenas de hombres y a mediados de noviembre el número de diputados llegaba a 562, entre ellos 6 mujeres. Representaban a 147 fábricas, 34 talleres y 16 sindicatos. La mayor parte de los diputados —351— pertenecían a la industria del metal.
Desempeñaron un papel decisivo en el sóviet, la industria textil envió 57 diputados, la del papel e imprenta 32, los empleados de comercio tenían 12 y los contables y farmacéuticos 7. Se eligió un comité ejecutivo el 17 de octubre, compuesto por 31 miembros: 22 diputados y 9 representantes de los partidos (6 para las dos fracciones de la socialdemocracia y 3 para los socialistas revolucionarios).
¿Cuál fue el carácter de esta institución que, en un corto período de tiempo, conquistó un lugar tan importante en la revolución a la que dieron rasgos distintivos?
El sóviet organizaba a las masas obreras, dirigía huelgas y manifestaciones, armaba a los obreros y protegía a la población contra los pogromos.
Sin embargo, hubo otras organizaciones revolucionarias que hicieron lo mismo antes, al mismo tiempo y después de él, y nunca tuvieron la misma importancia. El secreto de esta importancia radica en que esta asamblea surgió orgánicamente del proletariado durante una lucha directa, determinada en cierto modo por los acontecimientos, que libró al mundo obrero “por la conquista del poder”. Si los proletarios, por su parte, y la prensa reaccionaria por la suya dieron al sóviet el título de “gobierno proletario” fue porque, de hecho, esta organización no era otra cosa que el embrión de un gobierno revolucionario. El sóviet detentaba el poder en la medida en que la potencia revolucionaria de los barrios obreros se lo garantizaba; luchaba directamente por la conquista del poder, en la medida en que éste permanecía aún en manos de una monarquía militar y policiaca.
Antes de la aparición del sóviet encontramos entre los obreros de la industria numerosas organizaciones revolucionarias, dirigidas sobre todo por la socialdemocracia pero eran formaciones “dentro del proletariado” y su fin inmediato era luchar “por adquirir influencia sobre las masas”. El sóviet, por el contrario, se transformó inmediatamente en “la organización misma del proletariado”; su fin era luchar por “la conquista del poder revolucionario“.
Al ser el punto de concentración de todas las fuerzas revolucionarias del país, el sóviet no se disolvía en la democracia revolucionaria; era y continuaba siendo la expresión organizada de la voluntad de clase del proletariado.
En su lucha por el poder, aplicaba métodos que procedían, naturalmente, del carácter del proletariado considerado como clase: estos métodos se refieren al papel del proletariado en la producción, a la importancia de sus efectivos y a su homogeneidad social. Más aún, al combatir por el poder, a la cabeza de todas las fuerzas revolucionarias, el sóviet no dejaba ni un instante de guiar la acción espontánea de la clase obrera; no solamente contribuía a la organización de los sindicatos, sino que intervenía incluso en los conflictos particulares entre obreros y patronos.
Y, precisamente porque el sóviet, en tanto que representación democrática del proletariado en la época revolucionaria, se mantenía en la encrucijada de todos sus intereses de clase, sufrió desde el principio la influencia todopoderosa de la socialdemocracia. Este partido tuvo entonces la posibilidad de utilizar las inmensas ventajas que le daba su iniciación al marxismo; este partido, por ser capaz de orientar su pensamiento político en el “caos” existente, no tuvo que esforzarse en absoluto para transformar al sóviet, que no pertenecía formalmente a ningún partido, en aparato organizador de su influencia.
El principal método de lucha aplicado por el sóviet fue la huelga general política. La eficacia revolucionaria de este tipo de huelga reside en que, aparte de su influencia sobre el capital, desorganiza el poder del gobierno.
Cuanto mayor es la “anarquía” que lleva consigo, más cercana está la victoria. Tiene que darse, sin embargo, una condición indispensable: que la anarquía que se produzca no sea conseguida por métodos anárquicos. La clase que, al suspender momentáneamente todo trabajo, paraliza el aparato de la producción y, al mismo tiempo, el aparato centralizado del poder, aislando una a una las diversas regiones del país y creando un ambiente de incertidumbre general, tiene que estar suficientemente organizada para no ser la primera víctima de la anarquía que ella misma ha suscitado. En la medida en que la huelga destruye la actividad del gobierno, la organización misma de la huelga se ve empujada a asumir las funciones del gobierno. Las condiciones de la huelga general, en tanto que método proletario de lucha, eran las mismas condiciones que dieron al Sóviet de Diputados Obreros su importancia ilimitada.
Gracias a la presión de la huelga, el sóviet puso en práctica la libertad de prensa, organizó un servicio regular de patrullas en las calles para la protección de los ciudadanos, se apoderó en mayor o menor medida de correos y telégrafos y de los ferrocarriles e intervino con autoridad en los conflictos económicos entre obreros y capitalistas intentando, por la presión directa de la revolución, establecer la jornada de ocho horas... Paralizando la actividad de la autocracia por la insurrección huelguística, instauró un orden nuevo, un régimen democrático entre la población trabajadora de las ciudades.
Después del 9 de enero la revolución había mostrado que era la que educaba la conciencia de las masas obreras.
El 14 de junio, con la revuelta del Potemkin, la revolución demostraba que podía transformarse en una fuerza material; con la huelga de octubre probó que era capaz de desorganizar al enemigo, de paralizar su voluntad y reducirlo al último grado de humillación. Por último, organizando por todas partes sóviets obreros, la revolución dejaba bien claro que sabía constituir un poder.
El poder revolucionario no puede apoyarse más que sobre una fuerza revolucionaria activa. Cualquiera que sea la opinión que tengamos del desarrollo ulterior de la revolución rusa, es un hecho que, hasta ahora, ninguna clase social, con excepción del proletariado, se ha mostrado capaz de servir de apoyo al poder revolucionario, ni siquiera dispuesta a hacerlo. El primer acto de la revolución fue un contacto en la calle entre el proletariado y la monarquía; la primera victoria seria de la revolución se consiguió con un medio que sólo pertenece al proletariado: la huelga general política; como primer embrión del poder revolucionario vemos aparecer una representación del proletariado. En la persona del sóviet encontramos por primera vez en la historia de la nueva Rusia un poder democrático; el sóviet es el poder organizado de la masa misma y domina a todas sus facciones: es la verdadera democracia, no falsificada, sin las dos cámaras, sin burocracia profesional, conservando los electores el derecho de remplazar cuando quieran a sus diputados. El sóviet, por medio de sus miembros, por medio de los diputados que los obreros han elegido, preside directamente todas las manifestaciones sociales del proletariado en su conjunto o en grupos, organiza su acción y le da una consigna y una bandera.
Según el censo de 1897, San Petersburgo contaba con unos 820.000 habitantes de población “activa”; dentro de este número había 433.000 obreros y sirvientes; así, el proletariado de la capital era el 53% de la población.
Si se consideran los elementos no activos, a causa de que las familias proletarias son relativamente poco importantes en número, obtendremos una cifra más baja (50,8%). En todo caso, el proletariado constituye más de la mitad de la población de San Petersburgo.
El Sóviet de Diputados Obreros no representaba oficialmente a toda la población obrera de la capital, que llegaba casi a medio millón de almas; en tanto que organización, unificaba unas 200.000 personas, sobre todo obreros de fábricas y, aunque su influencia política, directa e indirecta, se extendiese mucho más, grupos importantes del proletariado (obreros de la construcción, criados, cocheros...) estaban total o parcialmente fuera de su influencia. No cabe duda, sin embargo, que el sóviet expresaba los intereses de toda esta masa proletaria. Si en las fábricas ciertos elementos representaban lo que se ha dado en llamar “centurias negras”, su número decrecía de día en día. Entre las masas proletarias, la dominación política del sóviet de San Petersburgo no podía encontrar sino aprobación, nunca adversarios.
No había más excepción que la de los criados privilegiados, los lacayos de los grandes burócratas, los cocheros de los ministros, los bolsistas y las cortesanas, que son conservadores y monárquicos de profesión.
Entre los intelectuales, tan numerosos en San Petersburgo, el sóviet tenía más amigos que enemigos; los estudiantes reconocían la dirección política del sóviet y la sostenían ardientemente en todos sus actos. Los funcionarios, a excepción de los que se habían vendido totalmente, se pusieron, momentáneamente al menos, al lado del sóviet. El enérgico apoyo de éste a la huelga de correos y telégrafos le atrajo la atención y la simpatía de los funcionarios subalternos. Todos los oprimidos y desheredados, la gente honrada y de espíritu consecuente —consciente o instintivamente— se pusieron al lado del sóviet.
¿Quiénes eran, pues, sus adversarios? Los representantes del pillaje capitalista, los alcistas de la Bolsa, los empresarios, los comerciantes y los exportadores, arruinados por la huelga, los proveedores de la chusma dorada, la cuadrilla municipal de San Petersburgo (verdadero sindicato de propietarios de inmuebles), la alta burocracia, las cortesanas inscritas en el presupuesto del Estado, los portadores de estrellas y condecoraciones, los hombres públicos oficialmente mantenidos, la policía, en fin, todas las avaricias, brutalidades y corrupciones que se sabían ya condenadas por la fortuna.
Entre el ejército del sóviet y sus enemigos había aún elementos políticamente indeterminados, dudosos o de los que se dudaba. Eran los grupos más atrasados de la pequeña burguesía, que todavía no habían sido atraídos por la política o que no habían comprendido bastante el papel y el sentido del sóviet, ni tomado posición respecto a él. Los artesanos estaban alarmados, asustados. La indignación del pequeño propietario ante unas huelgas ruinosas luchaba, en cada uno, con el deseo vago de un futuro mejor.
Entre la intelligentsia, los políticos profesionales a quienes los acontecimientos desorientaban, los periodistas radicales que no sabían lo que querían y los demócratas escépticos criticaban con indulgencia al sóviet, enumeraban una a una sus faltas y, en general, daban a entender que, si dirigiesen ellos esa institución, la felicidad del proletariado quedaría asegurada para siempre. La excusa de toda esta gente era su impotencia.
En todo caso, el sóviet, de hecho o virtualmente, era el órgano de la inmensa mayoría de la población. Los enemigos que podía tener en la capital no hubieran sido peligrosos para su dominación política si no hubiesen encontrado un protector en el absolutismo, todavía vivo, que se apoyaba sobre los elementos más retrógrados de un ejército de mujiks. La debilidad del sóviet no estaba en él mismo, era la debilidad de una revolución puramente urbana. Los cincuenta días marcaron el apogeo de esta revolución y el sóviet fue su órgano de lucha contra el poder. El carácter de clase del sóviet estaba determinado por el fraccionamiento de la población urbana y por el profundo antagonismo político que se manifestaba entre el proletariado y la burguesía capitalista, incluso dentro del estrecho marco histórico de la lucha contra la autocracia.
La burguesía capitalista, después de la huelga de octubre, trató conscientemente de frenar la revolución; la pequeña burguesía era demasiado insignificante para jugar un papel independiente; el proletariado ejercía una hegemonía indiscutible en la ciudad y su “organización” de clase era el órgano de la “lucha revolucionaria” por el poder.
El sóviet era tanto más fuerte cuanto que el gobierno estaba más desmoralizado. Concentraba en sí las simpatías de los grupos no proletarios a medida que el antiguo poder se revelaba cada vez más impotente y enloquecido.
La huelga política de masa fue el arma principal del sóviet. Como unía a todos los grupos del proletariado con un lazo revolucionario directo, y como sostenía a los obreros y a cada empresa con toda la autoridad y toda la fuerza de la clase, tuvo la posibilidad de suspender, en el momento previsto, la vida económica del país. Aunque la propiedad de los medios de producción quedase en manos de los capitalistas, como antes, aunque el poder gubernamental permaneciese en manos de la burocracia, fue el sóviet quien dispuso de las fuentes nacionales de producción y de los medios de comunicación, al menos en la medida necesaria para interrumpir la marcha regular de la vida económica y política. Y esta capacidad del sóviet, manifestada en los hechos, de paralizar la economía e introducir la anarquía en la existencia del Estado, hizo de él precisamente lo que fue. En estas condiciones, buscar vías de coexistencia pacífica entre el sóviet y el antiguo régimen hubiese sido la más deplorable de las utopías. Y, sin embargo, el verdadero contenido de todas las objeciones hechas a la táctica del sóviet procede precisamente de la fantástica idea de que el sóviet hubiera debido preocuparse de la organización de las masas, absteniéndose de toda ofensiva, a partir de octubre y manteniéndose en el terreno conquistado al absolutismo.
Pero, ¿en qué consistía la victoria de octubre?
Sin duda alguna, como resultado de los ataques y de la presión de octubre, el absolutismo había abdicado “en principio”. Había renunciado a sí mismo pero, en realidad, no había perdido aún la batalla, la había rehuido simplemente. No había hecho intentos serios de oponer su ejército de campesinos a las ciudades revolucionarias. Desde luego que esta moderación no se debía a motivos humanitarios, el absolutismo estaba simplemente desmoralizado, sin coordinar, en aquel momento. Los elementos liberales de la burocracia vieron llegado su turno e hicieron publicar el manifiesto del 17 de octubre, que era una abdicación de principios del absolutismo. Pero toda la organización material del poder, la jerarquía de funcionarios, la policía, los tribunales y el ejército, todo eso quedó como antes, como propiedad no compartida de la monarquía. ¿Qué táctica podía y debía emplear el sóviet en tales condiciones? Su fuerza consistía en que, apoyándose sobre el proletariado productor, podía, en cierta medida, quitar al absolutismo la posibilidad de utilizar el aparato material de su poder. Desde este punto de vista, la actividad del sóviet significaba la organización de la “anarquía”. Su existencia y desarrollo ulteriores marcaban una consolidación de la “anarquía”. No era posible ningún tipo de coexistencia duradera. El próximo conflicto estaba anunciado por la casi victoria de octubre, estaba ya implícito en ella.
¿Qué podía hacer el sóviet? ¿Fingir que no veía la imposibilidad de evitar el conflicto? ¿Tenía acaso que hacer ver que organizaba a las masas para gozar de las alegrías del régimen constitucional? Nadie lo hubiera creído, ni el absolutismo ni la clase obrera. Hasta qué punto los formalismos y las apariencias de lealtad son impotentes en la lucha contra la autocracia lo hemos comprobado más tarde en las dos Dumas. Para seguir la táctica de la hipocresía “constitucional” en este país autocrático, el sóviet hubiera tenido que ser algo muy distinto de lo que era y aun en el caso de que lo hubiera sido, no habría servido de nada. Habría tenido un fracaso semejante al de la Duma.
El sóviet no tenía más remedio que reconocer que el conflicto era inevitable dentro de un futura muy próximo y que la única táctica de que disponía era preparar la insurrección.
Ahora bien, esta preparación radicaba esencialmente en el desarrollo y en el fortalecimiento de las facultades propias del sóviet, susceptibles de paralizar la vida del Estado y que constituían su misma fuerza. Así pues, todo lo que el sóviet emprendía para desarrollar y fortalecer esas facultades, precipitaba naturalmente el conflicto.
El sóviet se preocupaba cada vez más de extender su influencia al ejército y a la clase campesina. En noviembre hizo un llamamiento a los obreros para que manifestasen activamente sus sentimientos de fraternidad con respecto a la armada, cuya conciencia comenzaba a despuntar, en especial para con los marinos de Kronstadt. Si no lo hubiera hecho habría quedado probado que no se hacían esfuerzos por aumentar las fuerzas disponibles. Al hacerlo se adelantaban a los acontecimientos.
¿Había por ventura una tercera vía? ¿Es que el sóviet hubiera podido, junto con los liberales, recurrir al llamado sentido político del poder? ¿Hubiera sido quizá posible y preferible encontrar una línea que separase los derechos del pueblo de las prerrogativas de la monarquía, para detenerse en este límite sacrosanto? Pero, aun así, ¿quién hubiera podido garantizar que la monarquía iba a detenerse al otro lado de la línea de demarcación? ¿Quién hubiera podido encargarse de poner paz entre las dos partes o, al menos, de organizar una tregua? ¿El liberalismo, quizá…? Precisamente, una diputación liberal se dirigió al conde Witte el día 18 de octubre para proponerle que se alejasen las tropas de la capital, como señal de reconciliación con el pueblo, a lo que respondió el ministro: “Preferimos estar privados de agua y de electricidad que de nuestras tropas”. Es obvio que el gobierno no había pensado siquiera en la eventualidad de un desarme.
¿Qué le quedaba al sóviet por hacer? No había más que una alternativa: o bien cedía, abandonando el asunto a un arbitraje externo, como la futura Duma de Estado, que era lo que exigía el liberalismo, o bien se disponía a mantener y a conservar por las armas lo que había conquistado en octubre, así como a preparar una nueva ofensiva, si fuera posible.
Ahora ya sabemos que la Duma fue el escenario de un nuevo conflicto. Por consiguiente, el papel objetivo que desempeñaron las dos primeras Dumas no hizo más que confirmar la exactitud de las previsiones políticas sobre las que el proletariado basaba su táctica. Pero no hace falta ir tan lejos para preguntarnos qué es lo que podía y debía garantizar la creación de esa “cámara de arbitraje” o “cámara de conciliación”, que no podía reconciliar a nadie, en realidad. ¿Podía ser el tan traído y llevado sentido político de la monarquía o quizá un compromiso solemne por su parte?
¿La palabra de honor del conde Witte, tal vez? ¿Las visitas que hacían los zemstvos a Peterhof por la escalera de servicio? ¿Las advertencias del señor Mendelssohn? ¿O era, quizá, la “marcha natural de las cosas”, a la que el liberalismo abandona todos los problemas, en cuanto la historia se los presenta, proponiéndoselos a su iniciativa, a sus fuerzas o a su sentido político?
Ya que el conflicto era inevitable en diciembre, podíamos buscar las causas de la derrota de entonces en la composición misma del sóviet. Se afirmaba que su defecto esencial residía en su carácter de clase, ya que para llegar a ser el órgano de una revolución “nacional” hubiera tenido que ensanchar sus cuadros y dar cabida en ellos a representantes de todos los estratos sociales. Pero, ¿era esto realmente así?
La fuerza del sóviet estaba determinada por el papel del proletariado en la economía capitalista. La tarea del sóviet no era transformarse en una parodia de parlamento ni en organizar una representación proporcional de los intereses de los diferentes grupos sociales; su tarea era dar unidad a la lucha revolucionaria del proletariado, y el instrumento principal de lucha que encontró fue la huelga general política, método exclusivamente apropiado para el proletariado en tanto que clase asalariada. La homogeneidad de su composición suprimía todo roce en el interior del sóviet y le hacía capaz de una iniciativa revolucionaria.
Tampoco había manera de ensanchar la composición del sóviet, porque ¿se iba a llamar a los representantes de las uniones liberales? Esto habría proporcionado al sóviet dos docenas de intelectuales y su influencia hubiera sido parecida al papel de la Unión de Sindicatos en la revolución, es decir, ínfima.
Y ¿qué otros grupos había? ¿El congreso de los zemstvos? ¿Las organizaciones comerciales e industriales? El congreso de los zemstvos tuvo sus sesiones en Moscú durante el mes de noviembre y examinó la cuestión de sus relaciones con el ministro Witte pero no se le ocurrió siquiera preguntarse cuál debía ser su postura con respecto al sóviet obrero.
Durante la sesión del congreso estalló la rebelión de Sebastopol que, como hemos visto, lanzó bruscamente a los zemstvos hacia la derecha, hasta tal punto que Milyukov tuvo que encargarse de tranquilizar a “la Convención” de zemstvos con un discurso que venía a significar, en definitiva, que la rebelión estaba aplastada, gracias a Dios. Así pues, ¿de qué manera hubiera podido realizarse una colaboración revolucionaria entre estos señores contrarrevolucionarios y los diputados obreros que, por el contrario, aclamaban a los insurrectos de Sebastopol? Hasta ahora nadie ha podido responder a esta pregunta. Uno de los dogmas, a medias sinceros e hipócritas del liberalismo, consistía en exigir que el ejército quedara al margen de la política mientras que el sóviet, en cambio, desplegaba una gran energía para atraer al ejército a su política revolucionaria. Si admitimos que el sóviet no podía permitir que el ejército quedase a la entera disposición de Trépov, entonces, ¿a partir de qué programa hubiera podido concebirse una colaboración con los liberales en esta cuestión tan importante? ¿Qué hubieran aportado estos señores a la actividad del sóviet, a no ser una oposición sistemática, polémicas interminables y, en fin, la desmoralización interna? ¿Qué hubieran podido darnos, aparte de consejos e indicaciones como los que se encontraban en la prensa liberal en cantidad considerable? Aunque el verdadero “pensamiento político” hubiera estado a disposición de los constitucionales demócratas (cadetes) y de los octubristas, el sóviet no podía de ninguna manera convertirse en un club de polémicas y de enseñanzas recíprocas. El sóviet debía ser y seguía siendo un órgano de lucha.
No había nada que pudiesen dar los representantes del liberalismo y la democracia burguesas a “la fuerza” del sóviet. Basta con recordar el papel que tuvieron en octubre, noviembre y diciembre, basta con ver la resistencia de estos elementos a la disolución de la Duma para comprender que el sóviet tenía el derecho y el deber de continuar siendo una organización de clase, es decir, una organización de lucha. Los diputados burgueses habrían podido proporcionarle el “número” pero eran absolutamente incapaces de darle la “fuerza”.
Estas constataciones destruyen las acusaciones puramente racionalistas y no justificadas por la historia, que han sido lanzadas contra la intransigente táctica de clase del sóviet, que mantuvo a la burguesía en el campo del orden. La huelga de trabajo, que fue el instrumento de la revolución, provocó la “anarquía” en la industria; esto fue suficiente para obligar a la “alta oposición” a colocar por encima de cualquier consigna liberal los principios del orden político y del mantenimiento de la explotación capitalista.
Los empresarios decidieron que la “gloriosa” huelga de octubre (como ellos la llamaban) tenía que ser la última y organizaron la unión antirrevolucionaria del 17 de octubre. Tenían razones suficientes, ya que cada uno de ellos había podido comprobar en su fábrica que las conquistas políticas de la revolución marchaban paralelamente a la radicalización de las posiciones obreras contra el capital. Ciertos políticos reprochaban a la lucha por la jornada de ocho horas haber operado una escisión definitiva en la oposición y haber hecho del capital una fuerza contrarrevolucionaria.
Estas críticas habrían querido poner a disposición de la historia la energía de clase del proletariado pero evitando las consecuencias de la lucha de clases. Desde luego que el establecimiento de la jornada de ocho horas suscita una enérgica reacción por parte de los patronos pero es pueril pensar que ha sido necesaria esta campaña para que se realizase la unión de los capitalistas con el gobierno. La unión del proletariado, como fuerza revolucionaria independiente que se ponía en cabeza de las masas populares, era una amenaza constante para el “orden” y esta unión era, por sí misma, un argumento suficiente para que se realizase la coalición del capital con el poder.
Es verdad que durante el primer período de la revolución, cuando se manifestaba por explosiones aisladas, los liberales las toleraban porque veían claramente que el movimiento revolucionario destruía el absolutismo y le empujaba a un acuerdo constitucional con las clases dirigentes. Se resignaban a ver huelgas y manifestaciones, trataban a los revolucionarios de manera amistosa y los criticaban sin acritud. Después del 17 de octubre, cuando las cláusulas del acuerdo constitucional ya habían sido firmadas y como ya no quedaba más que llevarlas a la práctica, la continuación de la obra revolucionaria comprometía, evidentemente, la posibilidad misma de un acuerdo entre los liberales y el poder. La masa proletaria, unida y radicalizada por la huelga de octubre, organizada desde dentro, por el hecho mismo de su existencia, separaba al liberalismo de la causa de la revolución. La opinión del liberal era que el esclavo había hecho lo que se esperaba de él y que ya no tenía más que volver tranquilamente al trabajo. El sóviet opinaba, por el contrario, que lo más difícil estaba aún por hacer. En estas condiciones, no era posible ningún tipo de colaboración revolucionaria entre la burguesía capitalista y el proletariado.
Los sucesos de diciembre son consecuencia de octubre como una conclusión es consecuencia de sus premisas. El resultado del conflicto de diciembre no se explica por errores tácticos sino por el decisivo hecho de que la reacción era mucho más rica en fuerzas materiales que la revolución. El proletariado chocó en su insurrección de diciembre, no con errores de estrategia, sino con algo mucho más real: las bayonetas del ejército campesino. Es cierto que el liberalismo piensa que cuando no se es bastante fuerte siempre es posible salir del asunto huyendo. Considera como táctica valiente, madura y racional batirse en retirada en el momento decisivo. Esta filosofía liberal de la deserción produjo impacto incluso sobre algunos escritores de la socialdemocracia, que después plantearon la cuestión siguiente: si la derrota de diciembre tuvo por causa la insuficiencia de las fuerzas del proletariado, ¿no estaba el error precisamente en que, no disponiendo de la fuerza necesaria para la victoria, el proletariado hubiera aceptado la batalla? A esto puede responderse fácilmente que si las batallas no se hicieran más que estando seguros de la victoria, pocas batallas habría habido sobre la faz de la tierra. Un cálculo previo de las fuerzas disponibles no puede determinar la solución de los conflictos revolucionarios.
Y si fuese de otra manera, hace tiempo que se habría sustituido la lucha de clases por una estadística de clases. No hace tanto tiempo aún que éste era el sueño de los sindicatos, que querían adaptar este método a la huelga. Sucedió, sin embargo, que los capitalistas, incluso en presencia de las más perfectas estadísticas, dignas de los tenedores de libros que las habían concebido, no se dejaron convencer, y que sólo comprendieron cuando los argumentos aritméticos se reforzaron con el argumento de la huelga.
Y, por mucho que se calcule, cada huelga suscita una multitud de hechos nuevos, materiales y morales, que es imposible prever y que, en definitiva, deciden el resultado de la lucha.
Apartad de vuestro pensamiento al sindicato, con sus precisos métodos de cálculo; extended la huelga a todo el país, fijadle un fin político, oponed al proletariado el poder del Estado que será su enemigo más directo, que uno y otro partido tengan sus aliados reales, posibles e imaginarios; contad también con los grupos indiferentes, por los cuales se disputará con encarnizamiento, el ejército, del que se destacará, en el torbellino de los acontecimientos, un grupo revolucionario; contad con las esperanzas exageradas que nacerán en un lado y con los temores, también exagerados, que sentirán en el otro y sabed que esos temores y esas esperanzas, a su vez, serán factores esenciales en los acontecimientos; añadid, por último, la crisis de la Bolsa y las influencias entrecruzadas de las potencias extranjeras, entonces sabréis en qué circunstancias se desarrolla la revolución. En estas condiciones, la voluntad subjetiva del partido, incluso del partido “dirigente”, no es más que una fuerza entre mil, y está lejos de ser la más importante.
En la revolución, más aún que en la guerra, el momento del combate está determinado mucho menos por la voluntad y el cálculo de uno de los adversarios que por las posiciones relativas de los dos ejércitos. Es verdad que en la guerra, gracias a la disciplina automática de la tropa, es posible a veces evitar el combate y retirar el ejército; en esos casos, el general se ve obligado a preguntarse si las maniobras de la retirada no desmoralizarán a los soldados y si, por evitar la derrota de hoy, no se predisponen a otra más penosa mañana. Kuropatkin hubiese podido decirnos muchas cosas sobre esto.
En el desarrollo de una revolución es inconcebible que se efectúe una retirada regular; que el día del ataque el partido lleve a las masas tras de sí no quiere decir que pueda luego detenerlas o hacerlas retroceder, según su conveniencia. No es sólo el partido el que mueve a las masas, éstas, a su vez, empujan al partido hacia adelante. Y este fenómeno se producirá en todas las revoluciones, por muy organizadas que estén. En estas condiciones, retroceder sin presentar batalla significa generalmente, para el partido, abandonar a las masas al fuego enemigo. Sin duda, la socialdemocracia, en tanto que partido dirigente, hubiese podido no responder al desafío lanzado por la reacción en diciembre; según la feliz expresión de Kuropatkin, hubiese podido retroceder a “posiciones preparadas de antemano”, es decir, pasar a la clandestinidad. Pero, al obrar así, habría dado al gobierno la posibilidad de destrozar una a una a las organizaciones obreras más o menas abiertas que se habían constituido con el concurso inmediato del partido: no habría cabido, pues, una resistencia común. A este precio, la socialdemocracia habría comprado la dudosa ventaja de contemplar la revolución como espectadora, de poder razonar sus defectos y elaborar planes impecables, cuyo único fallo sería el de ser propuestos y ya no serían necesarios. Esto, evidentemente, no habría unido mucho al partido y a las masas.
Nadie puede decir que la socialdemocracia haya forzado el conflicto; por el contrario, el 22 de octubre, a iniciativa del partido, el Sóviet de Diputados Obreros de San Petersburgo renunció a la manifestación de duelo proyectada para no provocar un conflicto antes de haber utilizado el “nuevo régimen” de perplejidad y de dudas para una labor de propaganda y de organización de masas. Cuando el gobierno hizo un intento precipitado de dominar totalmente el país y, a título de ensayo, declaró la ley marcial en Polonia, el sóviet, siguiendo una táctica puramente defensiva, no trató siquiera de transformar la huelga de noviembre en lucha abierta, sino solamente en una gigantesca marcha de protesta, contentándose con la impresión moral enorme que ésta produjo en el ejército y en los obreros polacos. Pero aunque el partido eludiese el conflicto en octubre y en noviembre porque tenía conciencia de la necesidad de una preparación en regla, esta razón perdió todo su valor en diciembre. Por supuesto, no porque los preparativos estuviesen terminados, sino porque el gobierno, que no podía elegir, abrió la lucha, destruyendo precisamente todas las organizaciones revolucionarias que habían sido creadas en octubre y noviembre. En estas condiciones, si el partido se hubiese negado a dar la batalla, o incluso si hubiese podido obligar a las masas revolucionarias a retirarse, lo único que habría conseguido sería, simplemente, precipitar la insurrección en condiciones más desfavorables aún porque la prensa y las grandes organizaciones no habrían prestado ningún apoyo y porque habría tenido que contar con la desmoralización general subsiguiente a toda retirada. “...En la revolución, como en la guerra —dice Marx1— es absolutamente necesario, en el momento decisivo, arriesgarlo todo, cualesquiera que sean las posibilidades de la lucha. La historia no conoce una sola revolución triunfante que no sea una prueba más de la exactitud de este principio...
1. El que habla así es, en realidad, Engels, que fue quien escribió esta obra, en lugar de Marx. (NdA, 1909.).
La derrota después de una lucha encarnizada tiene una significación revolucionaria de tanto alcance como la que pueda tener una victoria conseguida fácilmente... En todo conflicto, inevitablemente, el que recoge el guante corre el riego de ser vencido; pero esa no es una razón para declararse vencido desde el principio y someterse sin haber luchado”. “En una revolución, cualquiera que dirige una posición de valor decisivo y la entrega sin haber obligado al enemigo a luchar, merece ser considerado un traidor”.
En su famosa Introducción a la lucha de clases en Francia, de Marx, Engels ha reconocido la posibilidad de graves contratiempos cuando contraponía a las dificultades militares y técnicas de la insurrección (la rapidez en el transporte de las tropas por ferrocarril, el poder destructor de la artillería moderna) con las nuevas posibilidades de victoria, que tienen por causa la evolución del ejército en su composición de clase. Por un lado, Engels ha considerado unilateralmente la importancia de la técnica moderna en los alzamientos revolucionarios; por otra, no ha creído necesario u oportuno explicar que la evolución del ejército en su composición de clase no podía ser apreciada, políticamente hablando, a no ser por medio de una “confrontación” del ejército con el pueblo.
Examinemos brevemente los dos aspectos de esta cuestión2. El carácter descentralizado de la revolución hace necesario un desplazamiento continuo de las fuerzas militares. Engels afirma que, gracias a los ferrocarriles, las guarniciones pueden doblarse en veinticuatro horas pero olvida que una verdadera insurrección de masas supone primero la huelga de los ferrocarriles.
2. Conviene recordar que Engels, en su Introducción, no piensa más que en Alemania, mientras que nosotros razonamos a partir de la experiencia de la revolución rusa. (NdA, 1909.)
Esta nota tan poco convincente fue añadida al texto alemán de nuestro libro, simplemente para evitar la censura. (NdA, 1922.)
Antes de que el gobierno haya pensado siquiera en transportar sus tropas, se ve obligado —en una lucha encarnizada con el personal en huelga— a tratar de apoderarse de la vía férrea y del material móvil; tiene que reorganizar los servicios, volver a construir los puentes volados y los tramos de línea destruidos. Para llevar a cabo este trabajo no basta con tener fusiles y bayonetas excelentes y el ejemplo de la revolución rusa nos dice que para obtener resultados mínimos en este sentido hacen falta mucho más de veinticuatro horas. Pero vayamos más lejos. Antes de emprender el traslado de tropas, el gobierno tiene que estar informado de la situación en todo el país y el telégrafo asegura el servicio de información mucho más rápidamente de lo que el ferrocarril puede asegurar el traslado de las tropas; pero la insurrección supone una huelga de correos y telégrafos. Si la insurrección no es capaz de atraer a su lado a los empleados de correos y telégrafos —hecho que prueba la debilidad del movimiento revolucionario— le queda aún la posibilidad de derribar los postes y cortar los hilos telegráficos. Sin embargo, esta medida constituye ciertamente una pérdida para ambas partes, pero la revolución, cuya fuerza principal no está en una organización sin fallos, pierde mucho menos.
El telégrafo y el ferrocarril son potentes armas para el Estado moderno centralizado pero son armas de dos filos. Y si la existencia de la sociedad y del Estado depende en general de la continuidad del trabajo de los proletarios, esta dependencia se deja sentir especialmente en el trabajo de los ferrocarriles y de correos y telégrafos. En cuanto que los raíles y los hilos se niegan a funcionar, el aparato gubernamental queda dislocado en partes, entre las que no hay medios de comunicación. En estas condiciones, los acontecimientos pueden ir muy lejos antes de que las autoridades hayan logrado “doblar” una guarnición local.
Además de la necesidad de transportar las tropas, la insurrección plantea al gobierno el problema del transporte de municiones. Las dificultades crecen entonces, pues existe el riesgo importante de que las municiones caigan en manos de los insurrectos. Este peligro es tanto más real cuanto que la revolución se descentraliza y arrastra consigo a masas cada vez más numerosas. Hemos visto cómo, en las estaciones de Moscú, los obreros tomaban las armas enviadas desde el frente rusojaponés. Hechos de este tipo han tenido lugar en muchos sitios. En la región de Kuban, los cosacos interceptaron un cargamento de carabinas y los soldados revolucionarios daban cartuchos a los insurrectos, etc...
Desde luego, con todo esto no se trata de una victoria puramente militar de los insurrectos sobre las tropas del gobierno, que ganarán sin duda alguna, por la fuerza material, por lo que la cuestión principal en este aspecto se refiere al estado de espíritu y a la actitud del ejército. Si no hubiera una afinidad de clase entre los combatientes de ambos bandos, sería imposible la victoria de la revolución, teniendo en cuenta la técnica militar actual. Pero también sería un sueño pretender que “el paso del ejército al lado del pueblo” pueda llevarse a cabo como una manifestación pacífica y simultánea. Las clases dirigentes, para las que el problema es una cuestión de vida o muerte, no cederían nunca sus posiciones en virtud de razonamientos teóricos respecto a la composición del ejército. La actitud política de la tropa, esa gran incógnita de todas las revoluciones, no se manifiesta claramente más que en el momento en que los soldados se encuentran cara a cara con el pueblo. El paso del ejército a la revolución es primero una transformación moral pero los medios morales por sí solos no servirían para nada. Hay, en el ejército, corrientes diversas que se entrecruzan y se cortan: sólo una minoría se declara conscientemente revolucionaria, la mayoría duda y se deja empujar; no es capaz de deponer las armas o de dirigir sus bayonetas contra la reacción más que cuando empieza a advertir la posibilidad de una victoria popular, y esta fe no puede proceder sólo de la propaganda. Es preciso que los soldados vean con toda claridad que el pueblo se ha echado a la calle para una lucha decisiva, que no se trata sólo de una manifestación contra la autoridad sino de derribar al gobierno.
Entonces, y solamente entonces, se da el momento psicológico en que los soldados pueden “pasarse a la causa del pueblos. Así, la insurrección es, esencialmente, no una lucha “contra” el ejército, sino una lucha “por” el ejército. Si la insurrección continúa, aumenta y tiene posibilidades de éxito, la crisis de transformación en los soldados estará cada vez más cercana.
Una lucha sin grandes proporciones, basada en la huelga revolucionaria —como la que hemos visto de Moscú— no puede por sí misma dar la victoria, pero permite, en cambio, probar a los soldados y, tras un primer éxito importante, es decir cuando una parte de la guarnición se ha unido al levantamiento, la lucha por pequeños destacamentos, la guerra de guerrillas, puede transformarse en el gran combate de masas, donde una parte de las tropas, sostenida por la población armada y desarmada, combatirá a la otra parte, rodeada del odio general. En virtud de las diferencias de origen y de las divergencias morales y políticas existentes entre los elementos de que se compone el ejército, el paso de ciertos saldados a la causa del pueblo significa ante todo un conflicto entre dos fracciones de la tropa, como hemos visto en el mar Negro, en Kronstadt, en Siberia y en la región de Kuban y, más tarde, en Sveaborg y en otros muchos lugares. En estas circunstancias diversas, los instrumentos más perfeccionados del militarismo, como fusiles, ametralladoras, artillería pesada y acorazados, pasaron con facilidad de las manos del gobierno al servicio de la revolución.
Tras la experiencia del Domingo Sangriento de enero de 1905, un periodista inglés, Arnold White, emitió el genial juicio de que, si Luis XVI hubiese tenido unas cuantas baterías de cañones Maxim, la revolución francesa habría fracasado. ¡Qué lamentable superstición! Este hombre se imagina que las posibilidades de la revolución pueden medirse por el calibre de los fusiles o por el diámetro de los cañones. La revolución rusa ha demostrado una vez más que no son los fusiles, los cañones y los acorazados los que, en último término, gobiernan a los hombres, sino todo lo contrario: son los hombres los que gobiernan a las máquinas.
El 11 de diciembre, el ministerio Witte-Durnovo que, en esta época, ya era el ministerio Durnovo-Witte, promulgó la ley electoral. Mientras que Dubasov rehabilitaba en el suburbio de Presnia la bandera de la marina rusa, el gobierno se ocupaba de abrir una vía legal a la clase poseedora, que buscaba un acuerdo con la monarquía y con la burocracia. A partir de ese momento la lucha, revolucionaria en su esencia, por el poder, se desarrolló bajo el manto de la constitución.
En la primera Duma, los constitucionales demócratas (cadetes) se hacían pasar por líderes del pueblo. Como las masas populares, a excepción del proletariado urbano, tenían aún unas ideas caóticas, formando una oposición confusa e imprecisa y como, además, los partidos de extrema izquierda boicoteaban las elecciones, los cadetes pudieron hacerse dueños de la situación en la Duma. “Representaban” a todo el país: propietarios liberales, comerciantes, abogados, médicos, funcionarios, empleados e incluso parte del campesinado. La dirección del partido quedaba, como antes, en manos de los propietarios, los profesores y los abogados. Sin embargo,
bajo la presión del campesinado, cuyos intereses y necesidades dejaban las otras cuestiones en segundo plano, una fracción del partido cadete viró a la izquierda, lo que condujo a la disolución de la Duma y al manifiesto de Vyborg que, más tarde, impediría dormir a los voceros del liberalismo. En la segunda Duma los cadetes reaparecieron en menor número pero, en opinión de Milyukov, tenían la ventaja de contar no sólo con los pequeñoburgueses descontentos, sino también con los electores que se mantenían apartados de la izquierda y que votaban conscientemente por un programa antirrevolucionario.
Mientras la mayor parte de los propietarios y los representantes del gran capital se pasaban al campo de la reacción activa, la pequeña burguesía de las ciudades, el proletariado del comercio y los intelectuales reservaban sus sufragios a los partidos de izquierda. Tras los cadetes marchaban las capas medias de la población urbana y cierto número de propietarios. A su izquierda estaban los representantes de los campesinos y de los obreros. Los cadetes votaron el proyecto gubernamental sobre el reclutamiento y prometieron votar el presupuesto. No hubieran dudado tampoco en votar los nuevos préstamos para cubrir el déficit del Estado y hubieran asumido sin temor la responsabilidad de las antiguas deudas de la autocracia.
Golavin, ese lastimoso personaje que encarnaba en el sillón presidencial toda la nulidad y la impotencia del liberalismo, dijo tras la disolución de la Duma que en la conducta de los cadetes, el gobierno había podido reconocer su victoria sobre la oposición. Y eso era totalmente cierto. En esas condiciones no era necesario disolver la Duma y, sin embargo, fue disuelta, lo que prueba que hay una fuerza más poderosa que los argumentos políticos del liberalismo, y esa fuerza es la lógica interna de la revolución. En sus combates contra la Duma dirigida por los demócratas, el gobierno se daba cada vez más cuenta de su poder. En la tribuna del pretendido parlamento no vio problemas históricos que esperaban una solución sino adversarios políticos a los que había que reducir al silencio. En calidad de rivales del gobierno y pretendientes al poder figuraba un grupito de abogados para los que la política era algo así como un torneo oratorio y cuya elocuencia política oscilaba entre el silogismo jurídico y el estilo clásico. En los debates que tuvieron lugar con motivo de los tribunales militares, los dos partidos se encontraron frente a frente. Majlakov, abogado de Moscú, al que los liberales consideraban un hombre de porvenir, sometió la justicia de los tribunales militares y, con ella, toda la política del gobierno, a una crítica abrumadora. “Pero los tribunales militares no son una institución jurídica —le contestó Stolypin— sino un instrumento de lucha. Usted nos demuestra que este instrumento no es conforme a los principios del derecho y de la ley pero sí es conforme al fin perseguido. El derecho no es un fin en sí mismo.
Cuando está amenazada la existencia del Estado, el gobierno no sólo tiene el deber, sino también la obligación, de apoyarse en los medios materiales de su poder, dejando de lado el derecho”. Esta respuesta, que contiene tanto la filosofía del golpe de Estado como la de la insurrección popular, dejó al liberalismo en la más completa perplejidad. ¡Es una declaración inaudita!, exclamaban los publicistas liberales, proclamando por enésima vez que el derecho debe prevalecer sobre la fuerza. Pero toda su política persuadió al gobierno de lo contrario. Sólo sabían retroceder. Para salvar la Duma, amenazada de disolución, iban renunciando a todas sus prerrogativas, probando así, irrefutablemente, que la fuerza prevalece sobre el derecho. En esas condiciones, el gobierno no podía por menos de estar tentado por la utilización de la fuerza hasta el final.
La segunda Duma fue disuelta y, como heredero de la revolución, se vio aparecer al liberalismo nacionalista conservador, representado por la Unión del 17 de octubre. Si los demócratas creyeron continuar la tarea de la revolución, los octubristas, por su parte, continuaron con la táctica de los cadetes, limitada a una colaboración con el gobierno. A este respecto, los cadetes pueden burlarse y criticar cuanto quieran a los octubristas pero la realidad es que estos últimos no hicieron más que sacar las conclusiones que se imponían a partir de las premisas establecidas por los cadetes: puesto que es imposible apoyarse en la revolución, lo único por hacer es apoyarse en el constitucionalismo de Stolypin.
La tercera Duma concedió al gobierno del zar 456.535 reclutas; y, sin embargo, hasta entonces, todas las grandes reformas del Ministerio de la Guerra, bajo la dirección de Kuropatkin y Stesel habían consistido en hacer nuevos modelos de charreteras y galones. Votó el presupuesto del Ministerio del Interior, gracias al cual el 70% del territorio estaba entregado a diversos sátrapas, armados con leyes de excepción, mientras que, en el resto del país, se aplastaba al pueblo por medio de leyes que rigen en tiempo normal. Esta cámara adoptó todos los puntos esenciales del famoso edicto del 9 de noviembre de 1906, dado por el gobierno en virtud del párrafo 87, y cuyo fin era dar un valor especial, entre los campesinos, a los propietarios más fuertes, mientras que la masa quedaba entregada a la ley de selección natural, en el sentido biológico del término.
A la expropiación de las tierras de los nobles en beneficio de los campesinos, la reacción oponía la expropiación de las tierras comunales campesinas en beneficio de los kulaks. “La ley del 9 de noviembre —dijo uno de los reaccionarios en la tercera Duma— contiene el suficiente grisú para hacer saltar toda Rusia”.
Empujados a un callejón sin salida por la irreductible actitud de la nobleza y de la burocracia, que eran de nuevo los amos de la situación, los partidos burgueses trataron de salir de las contradicciones económicas y políticas en las que se habían metido por medio del imperialismo... Buscaron compensaciones a los fracasos internos en países extranjeros: en el Lejano Oriente (ruta del Amur), en Persia o en los Balcanes. Lo que se llamó “anexión” de Bosnia y Herzegovina despertó en San Petersburgo y en Moscú un verdadero escándalo patriotero. Además, el partido burgués que más se había opuesto al antiguo régimen —el constitucional demócrata— iba ahora en cabeza del belicoso “neoeslavismo”. Los cadetes buscaban en el imperialismo capitalista una solución para los problemas que no habían podido ser liquidados por la revolución. Llevados por la marcha misma de esa revolución a rechazar, de hecho, la idea de la expropiación de los bienes raíces y de una democratización de todo el régimen social, e inducidos, por consiguiente, a rechazar la esperanza de crear un mercado interior suficientemente estable, representado por los pequeños campesinos, que favorecerían el desarrollo capitalista, los cadetes ponían ahora sus esperanzas en los mercados exteriores. Como para lograr buenos resultados en este sentido es imprescindible un Estado fuerte, los cadetes se ven obligados, además, a sostener el zarismo, detentador del poder real.
El imperialismo de Milyukov, disfrazado de oposición, cubrió, pues, con una especie de velo ideológico, la repugnante combinación que era la tercera Duma, en la que hicieron alianza los burócratas de la autarquía, los feroces propietarios y el capitalismo parásito.
La situación creada podía dar lugar a las consecuencias más insólitas. Un gobierno cuya reputación de fuerza se había ahogado en las aguas de Tsuchima y que había quedado enterrada en los campos de Mukden, abrumado, además, por las terribles consecuencias de su política de aventuras, se dio cuenta de repente de que era el centro de la confianza patriótica de los representantes de “la nación”. No solamente aceptó sin replicar medio millón de nuevos soldados y quinientos millones para los gastos del Ministerio de la Guerra sino que obtuvo el apoyo de la Duma cuando intentó nuevas experiencias en el Lejano Oriente. Más aún, tanto de la derecha como de la izquierda, entre “centurias negras” como entre los cadetes, llegaban hasta él violentos reproches porque se estimaba que su política exterior no era lo suficientemente activa.
Así, por la lógica misma de las cosas, el gobierno del zar se vio empujado hacia una vía peligrosa, luchando por restablecer su reputación mundial. Y, ¿quién sabe?, antes de que la suerte de la autocracia se haya fijado de manera definitiva y sin posible solución en las calles de San Petersburgo y de Varsovia, quizá pasará por una segunda prueba en los campos del Amur o en las costas del Mar Negro.
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